Érase una vez un príncipe desnudo que regía una ciudad ensimismada de mares y brumas.
Como al emperador del cuento, le gustaba cubrirse con capas y tejidos invisibles. Dalmáticas y túnicas que en realidad pertenecían a otros cuentos, pero que según el príncipe realzaban su esbelta figura y servían para complacer a unos ciudadanos perplejos o serviles que preferían explicar cómo refulgían las carnes del príncipe bajo la luz vestidas por tan hermosos como inexistentes ropajes.
Aunque no frecuentaba las calles, sí que solía hacerse presente en fiestas y eventos señalados, siempre vestido con traje de personaje de otro cuento, celebrando su magnífica donosura. De vez en cuando, eso sí, sufría largos ataques de melancolía durante los cuáles salía a la luz pública para proclamar que Simbad y Caperucita y Aladino y Cenicienta y todos los demás príncipes y hasta Juan el de las Habichuelas eran seres perversos y sin alma que no querían cederle sus trajes para que así la ciudad de la niebla fuera feliz durante unos momentos en la contemplación de la impostada sonrisa de su príncipe. Y olvidando su linaje gritaba cual mendigo furioso "Dadme algo".
Fue por aquel entonces cuando decidió vestir más luminoso que nunca, alzar su nobleza hasta cimas nunca logradas por los predecesores, cubrirse con la tela más sutil y festejar con la mayor de las pompas. Y así fue como conoció al vendedor de nadas.
"Yo puedo conseguirlo" le explicó. "Como sabes, será un proceso largo y laborioso, caro, muy caro, pero podré mostrarte poco a poco que si te entregas a las manos adecuadas, a las mías, y las cubres con oro suficiente, nadie podrá resistirse y todos doblarán la rodilla y te rendirán pleitesía".
Y así, mientras los allegados del príncipe prometían el oro y el moro, asediaban a los ciudadanos para venderles ilusión y fantasía, reían alrededor del entusiasmado y caprichoso príncipe, el vendedor de nadas comenzaba su trabajo, gastaba y gastaba, compraba los servicios de lejanos artesanos cuyo nombre hasta entonces había sido ignorado en la ciudad de los mares y las brumas, y relegaba a los artífices propios por toscos y pasados de moda.
De tarde en tarde, el príncipe sufría una recaída en sus males melancólicos y exigía al vendedor de nadas oropeles, fastos, ropajes, risas. Que con cuentagotas este se aprestaba a ofrecer a su señor. Se realizaban extrañas convocatorias en la ciudad y se prometían inexplicables e insólitos placeres, y entre banderolas, charlatanes que prometían la sanación con sus dibujos o con sus aleluyas, se anunciaba la presencia del príncipe para estrenar una nueva parte de la que sería las más hermosa de las prendas jamás vestida por príncipe alguno. Que si unos guantes, unas calzas, que si variadas quisicosas. Y paseaba desnudo entre quienes miraban extasiados, convencidos ya de que su propios ojos veían lo que ni habían visto ni verían, y entre quienes por necesidad callaban o murmuraban asustados "no hay nada, no hay nada".
Parecía imposible que fuera a romperse la beatitud del príncipe y la ciudad manejados como títeres por las hábiles añagazas del mercader de nadas. Hasta que una comisión de sabios de todos los reinos, avisados de que algo excepcional se tejía entre brumas y océanos, se acercó a la ciudad para escuchar las maravillas del vendedor de nadas y contemplar la rutilante aparición del desnudo príncipe.
Marchó tras un examen minucioso la comisión de sabios, con el rostro severo y más severa sentencia: ¡Pero qué maravilla de las maravillas ni qué ocho cuartos. Aquí no hay nada más que desnudez y engaño!
Y quedóse el príncipe más desnudo y melancólico que nunca, lloriqueando por las plazas, clamando por una nueva oportunidad ante unos nuevos sabios que de veras fueran capaces de ver lo que no hay o escuchar aquello que no suena. Marcado siempre por la sombra del vendedor truhán y su cantinela constante "No saben nada, no entienden nada, déjeme a su servicio, pague lo que merezco y tendrá nuevos sueños, nuevas ropas, nuevas y esplendorosas nadas".
En fin, Sic Transit Gloria Mundi. En incluso Gloria Gaynor y Gloria Swanson. Amen.
1 comentario:
Hermosa "Epístola moral a Fabio" ,si a Fabio le diese por leerla.
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