“En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” (Luis de Góngora)
Qué difícil mirar a Glenda sin sentir pudor ante su fragilidad. A ella, a Glenda, que jamás ha estado enferma, que nunca mostró el menor síntoma, la menor dolencia, que caminaba siempre segura, firme, alerta, feliz, que derrochaba alegría y que de repente ha sido derrotada por el peso de la edad.
Glenda, robándome un jersey por la noche y echándose a dormir encima para conservar el olor de quien ya había elegido como compañero de vida la noche que llegó a casa. Glenda, increíblemente diminuta jugando con un gran dado amarillo que no cabía entonces en su boca. Glenda, una cachorrona loca buscando perros y niños con los que jugar hasta el agotamiento. Glenda, descubriendo asombrada la existencia de unos seres más bien antipáticos llamados “gatas”. Glenda, pinchando balones como portera de fútbol, lamiendo rostros infantiles, encontrando pelotas de tenis bajo los coches. Glenda, saltando una y otra vez las verjas de la bolera en una exhibición de potencia y de vitalidad. Glenda, devenida en poeta de pronto y olisqueando atónita el vuelo de una mariposa. Galopando en la playa, señora de las olas. Mirando los fuegos artificiales por la ventana. Cuidando a Leo, echando de menos a Leo. Panza arriba en busca de cosquillas. Glenda intentando controlar los desmanes de su niña Gin. Glenda.
Cómo no le iba a resultar duro a un corazón tan grande trabajar tanto tiempo con tanta intensidad, cómo no iba a pasarle factura tanta vida.
Fue de repente, en octubre, apenas mes y medio, cuando Glenda se volvió vieja. Tras un verano de sol y ligereza, empezaron las patas a moverse torpes imprecisas, empezó su respiración a ser jadeo. La artrosis muerde sus vértebras, un pequeño velo de cataratas nubla su mirada, y su ritmo es lento, como de zarabanda triste cuando se tumba en plena calle para recuperar las fuerzas o contempla esas escaleras y cuestas que se le han vuelto terribles enemigas. Y eso a pesar de que se resiste a la ayuda, de que no le gusta que la tome en brazos para subir hasta la puerta de casa.
Está a la puerta cuando voy a salir, porque no quiere renunciar a sus paseos. Espera un grito de ánimo, un absurdo “vamos, chiquitina” para encontrar en su debilidad un poso de energía. Soporta con estoicismo los mimos locos de Gin, que la espera coleando, que le lame los hocicos y la nariz intentando insuflarle sus ganas. Olisquea y mordisquea inapetente la comida hasta que por fin me ablanda y acabo buscando una golosina, un poco de carne, algo que le apetezca para comer aun con desgana. Se me tumba al lado cuando estoy al ordenador, cuando leo, cuando duermo, como estirando las horas que nos quedan juntos, preocupada por lo que le pasara mañana a ese insensato que fue el objeto de su guarda y sus cuidados durante tantos años.
Y es que creo que sabe que se está yendo, con esa dignidad con la que nos dejan los animales: obedientes a los dictados de su propio cuerpo y con sus almas siempre limpias. Lenta, llena de paz, Glenda, que siempre ha sido, que es, una estrella, un don, una perra buena.
http://www.youtube.com/watch?v=7utC-Gg3bm4
http://www.youtube.com/watch?v=7utC-Gg3bm4