Siempre me ha llamado la atención una práctica mucho más común de lo que debería en ciertos espacios programáticos, la de la llamada ópera en versión concierto. Que viene a ser como si nos pusieran un disco y se quedaran tan panchos.
La ópera es, por definición, un género escénico-musical. Y por lo mismo, desde el momento en el que se le despoja de su particular dramaturgia queda desnudo, inerme, muerto. Son pocas las óperas que resisten de verdad su paso al concierto sin verse seriamente afectadas, aunque hay algunos títulos que por estilo o época tienen un desarrollo muy estático, pocos personajes, y admiten una cierta teatralización en concierto. Hay, es cierto también, algunos pocos títulos de tal extrema dificultad para su puesta en escena, que puede llegar a justificarse como una medida excepcional su puesta en concierto. Pero se trata sin duda de excepciones. Y eso porque desde el momento en que nos menten "ópera en versión concierto" la palabra ópera está de más. Sería algo así como escribir en la carta de un restaurante "marmita sin patatas" o "paella sin arroz".
Cuando un compositor trama su música pensando en su puesta en escena, trabaja a partir de unos códigos concretos que obligan a buscar momentos climáticos, expresividad melodramática, estructuras fragmentarias, cortas y en general sin conexión formal (con la puede que única excepción evidente en Wagner). Elementos todos que contribuyen a hacer de la ópera un género de más fácil acceso que otros. Pero también de una tensión musical mucho más relajada, menos brillante en su capacidad emocional, que la del repertorio sinfónico, sinfónico coral o camerístico, cuando se la despoja de su vestido escénico.
Me gusta la música, y como extensión de ese placer, me gusta la ópera. Pero no entiendo esa fiebre actual que parece obligar a poner óperas en los escenarios y las programaciones se tenga o no capacidad para hacer nacer una verdadera experiencia estética. Apostar en una programación presuntamente seria por las óperas en versión concierto (o todavía peor, por las colecciones de arias, dúos y coros, como si nos estuvieran retransmitiendo Los 40 Principales) significa en primer lugar sacrificar un género a unas veleidades tan pretenciosas como poco inteligentes;supone además desvirtuar la ópera, privarla de su magnificencia o limitarla a números más o menos espectaculares sacados de contexto; implica en tercer lugar apostar por consumir un presupuesto que no va a dejar de ser mucho más elevado que el aplicado a otros repertorios sin una razón sólida que lo justifique. Y por supuesto, afecta negativamente a la posibilidad de escuchar grandes maestros, grandes formaciones y grandes programas sinfónicos o camerísticos.
Porque al fin y al cabo, cuando un compositor crea, lo hace desde unos claros presupuestos. Lo que los ignorantes llaman "ópera en versión concierto", los grandes de la música lo llamaron "oratorios", "cantatas" y demás formas del repertorio sinfónico coral. Sin necesidad de iluminados que nos nieguen el acceso a tantas obras para estafarnos con personajes desnudos, faltos de emoción y de movimiento, peleándose contra una orquesta situada sobre el escenario y en plena competición de decibelios. Intentando hacernos creer que la vida, que la pasión, son posibles sin cafeína.
4 comentarios:
Lo has explicado de maravilla.
Una ópera aguada, es la frase que empleo yo.
Creo que ya te lo dije en Santander: si tanto les gusta la ópera ¿por qué no se gastan un poquito en una o dos buenas representaciones al año?
A mí también me gusta la ópera y para mí no hay sonido más subyugante que el de un aria pero para ir a escuchar "ópera en versión concierto" me quedo en casita y me pongo cualquiera de mis maravillosos cedés mientras me tomo una copa de vino.
Estoy por colgaros los comentarios que han aparecido en un foro digital de ópera sobre la versión desconcierto de este año :)
Totalmente de acuerdo con el artículo y los comentarios.
¿Qué puede ser lo próximo?.¿Un concierto sinfónico pero sin violines segundos ni trompas?.
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