lunes, agosto 16, 2010

YO NUNCA LO HARÍA


Leo en la espléndida novela de Leonardo Padura El hombre que amaba a los perros la anécdota de un León Trotski a punto de ser desplazado de su exilio interior en Siberia a la deportación en Turquía, un Trotski que vencido y abandonado ya casi por todos es capaz de encararse con el guardián y amenazarle con oponer la suficiente resistencia como para que Stalin se cobre dos víctimas por el precio de una si el tal guardián persiste en el empeño de impedir que viaje con él y su esposa la buena perra Maya, una galga rusa que acabaría enterrada en Turquía, lejos de las estepas frías que cada noche soñaría con galopar.

Leo en una biografía de Sir Walter Scott cómo en dos de los momentos más difíciles de su vida, en los que alcanzó la quiebra, se negó en rotundo a deshacerse de sus adorados deerhounds.

Leo en los ojos de algunos vagamundos de esos que tropezamos en las esquinas sucias de nuestro acomodado estado del bienestar que nunca serían capaces de abandonar al perro desastrado con el que comparten nadas y tristezas.

Leo también que la crisis ha castigado, cómo no, a los animales que comparten nuestros hogares y nuestras vidas, y que los abandonos se están multiplicando. Y veo cada día entre mis amigas y amigos de Facebook llamadas angustiadas de socorro que dan noticias certeras y puntuales de los días y horas que le faltan a tal perro en cual perrera para ser sacrificado si no encuentra con urgencia una mano salvadora. Veo las fotos de estos sagrados animales con la mirada rota, algunos con los cuerpos maltrechos después de conocer la amabilidad de quien tiene el cinismo de presentaros como sus mejores amigos, pero que luego no tiene empacho alguno en apalear, apedrear, patear o ahorcar al amigo. Y a pesar de todo los míseros de las perreras, los abandonados, los apaleados, nos continúan diciendo con sus ojos desolados que aún confían, que aún esperan. Que una caricia y un poco de tierna compañía todavía bastan.

Me niego a pensar que las dificultades nos vuelvan todavía más hijos de puta de lo que ya somos. De que nos haga concebir al animal, al compañero, a la mascota como el problema que colma el vaso y no como alguien más llamado a compartir con nuestra familia y nuestra vida alegrías y penurias. Pero no debería extrañarnos que asi obre la canalla en este país donde hoy escuchamos tantas voces proclamando que en la tortura del toro se encuentra nuestra esencia nacional, nuestra identidad primaria; este país donde no cabe olvidar que contamos con otras bellas tradiciones como la del abandono de los lebreles con la soga al cuello en estepas, bosques y roquedales. Que en muchos de nuestros pueblos y muchas de nuestras calles todavía una agresión a un animal acaba por convertirse en improvisada y perversa fiesta.

Escribía Milan Kundera en La insoportable levedad del ser, cuando contaba la enfermedad dolorosa y la eutanasia de la perra Karemia, que "los animales nunca fueron expulsados del Paraíso". Un terrible escupitajo contra una teología que había convertido el dolor en el castigo de un dios sádico a la primera pareja pecadora, contra esa divinidad que consiente en el sufrimiento de sus criaturas inocentes. No, en efecto. Los animales no fueron expulsados del Edén, pero cada día, cada verano, sabemos que son expulsados del único paraíso que les importa: el afecto de la familia junto a la que crecieron.

Hace unos años, una tan desoladora como certera imagen de la Fundación Purina nos mostraba a un mastín desnortado en medio de una carretera gris. "No le abandones: él nunca lo haría", rezaba la campaña. Pero siempre he echado de menos una campaña similar en la que las voces de Trotski, de Scott, de Kundera, del vagabundo, de tantas mujeres y hombres que han sabido a lo largo de la historia ser leales con quienes siempre son leales se levantaran proclamando alto y fuerte que ellos tampoco lo harían.
Porque a pesar de la cosecha cotidiana de canallas, entre los seres humanos somos mayoría los que jamás podríamos hacerle daño a una mosca. Pero sobre todo los que sabemos lo que significa la amistad, la compañía, la ternura, el cariño, la fidelidad, el tiempo compartido.
Glenda nunca lo haría. Claro que no. Y yo tampoco.

8 comentarios:

Jesús Cabezón dijo...

La novela de Padura, MUY BUENA. Ya sabes que el protagonista de sus novelas "negras" se llama Mario Conde, con La Habana de fondo casi siempre.

Rukaegos dijo...

Pues sí, he leído un par de ellas. La del hombre tuvo que ver con tu recomendación. Por cierto, ya sabes que Padura estará mañana en los martes literarios, a las 19:oo.

Anónimo dijo...

En mi familia tenemos perra(s) desde hace 20 años. Ahora estoy cuidando de una perrita de 16 años porque sus dueñas, amigas mías, se han ido de vacaciones y se negaban a dejarla en un hotel: está ciega y sorda y no sé cuántas cosas más. Pero yo, que vivo sola, hacía mucho tiempo que no me sentía tan acompañada.

Anónimo dijo...

Aimmmm Regino, que me has hecho llorar. Hace cuatro años que murió mi perra Rasta y me resisto a quitar su foto de mi móvil, mi portátil porque me resisto a olvidar todos los buenos momentos que pasamos...y los malos. Blanca

Rukaegos dijo...

Si ya lo digo yo, que no puede haber buena persona donde no hay respeto por los animales y amor por los perros ;)

Blenda dijo...

¡¡¡¡¡pfffff leo y mis sentimientos afloran!!!!Blenda y yo, tampoco lo haríamos.

anac dijo...

Me encanta como escribe este hombre, tiene la facilidad de expresar fielmente lo mismo que pienso yo. Gracias

Anónimo dijo...

Emocionante escrito, Ruka. Yo también llevo en mi móvil la foto de Jana, muerta hace 9 meses. Por cierto, tenemos nueva perrita, Pina, una labradora negrita que hace compañía al mestizo Trosky. El libro de Padura me lo han regalado dos veces, pues pensaban (con razón) que me venía al pelo: amo a los perros y de joven fuí trotskista (véase el nombre de mi perro). Quería acercarme esta tarde a la Magdalena, pero me resulta imposible: aún no he conseguido tener el don de la ubicuidad. Otra cosa, no estoy muy de acuerdo con el baboseo general ante el ballet heredero de Maurice Béjart. Hace 30 años, temblábamos de emoción ante coreografías como "La consagración de la primavera", "El pájaro de fuego" o "El bolero", y salíamos extasiados. Hoy me resultan viejas, de un neoclasicismo ligeramente añejo y demasiado previsibles. Aún así, es de lo mejor del FIS....Paco V.

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