miércoles, mayo 20, 2009

VIEJAS PALABRAS QUE SABEN A ALMA NUEVA
(A propósito del libro La última palabra de Ana Rodríguez de la Robla)
Escribí esta reseña hace unos días para la revista Qvorum, y la comparto desde aquí con todos vosotros. Ana es una bloguera impenitente, amiga del Santander posible y de su responsable. Y con "La última palabra" parte de su trabajo sobre epigrafía latina, recuperando las palabras que se quedaron sobre las piedras de nuestros muertos. Merece la pena.
"Qué difícil resulta siempre enfrentarse a un texto ajeno, a un poema escrito por otras palabras, por sueños diferentes, por caminos de un lenguaje que no es nuestro. Las lenguas aprendidas difícilmente dejarán de ser eso, un aditamento al bagaje espiritual y conceptual que aprendimos desde la cuna y que tanto condiciona nuestras propias estructuras intelectuales. Igual que nos reconocemos parte del universo de quien utiliza nuestras palabras (“La sangre de mi espíritu es mi lengua / y mi patria está allí donde resuene” nos escribió Unamuno), penetrar en un texto perteneciente a otra lengua tiene siempre algo de aventura arcana. Y traducirlo, traicionarlo, verterlo en el vaso diferente siempre supone riesgo y tantas veces calamidad.

Un problema que a menudo me he encontrado en las ediciones de poesía clásica más al uso es que los transmisores son plumas de alto reconocimiento como especialistas en latín o griego, pero que tal vez no dominen a la vez las sendas de la poesía en castellano, de tal manera que a la vez que apuestan por una traducción precisa, filológica, exacta, científica, en esa misma decisión asumen la desaparición del alma, tanto que el rigor académico deviene en un acentuado rigor mortis. No es fácil encontrar versiones en las que el poeta, el que ama la poesía, el que la ha descubierto entre sus propias necesidades, sea a un tiempo conocedor profundo del idioma original, versiones en las que en definitiva se nos permita acceder a una música nueva para el texto clásico en las que las palabras encontradas sean capaces de esparcir el perfume de las antiguas sin por eso dejar de aletear como pájaros vivos. Así ocurrió con interpretaciones tan memorables como las aproximaciones de Fray Luis de León a Horacio.
Y así ocurre con los epitafios que ha recopilado y versionado para Icaria Ana Rodríguez de la Robla en un libro esencial y todavía caliente, recién sacado del horno. Y es que Ana aúna la formación académica en los ámbitos de la Historia, la Filología y el Derecho con la hermosa y profunda realización de su propia escritura, estudiosa y exploradora del. lenguaje a un mismo tiempo. Razones más que suficientes para que acabara cuajando en libro parte del trabajo que iniciara con su tesis doctoral. Razones más que suficientes asimismo para que uno venza el pudor que siempre supone enfrentarse a un texto escrito por una amiga y escriba esta reseña sabiendo que la amicitia (que dejo confesa) con la autora no impedirá la objetividad: y es que es justo alabar un libro espléndido, lo firme quien lo firme.

La última palabra nos hace viajar de la mano de un Orfeo cargado de palabras hacia el reino de los muertos en un viaje que tiene como misión rescatar los versos que quienes se quedaron de este lado dejaron sobre la piedra para rendir homenaje de amor a quienes una vez quisieron. Siempre la muerte nos mudos, atónitos, siempre solos e incapaces de reaccionar, siempre intentando a un tiempo ocultar su presencia, desdeñar el cuerpo inerte, y hacerlo vivir eternamente en la memoria del corazón. Esa necesidad de no desprendernos de nuestro paisaje humano, social, es la que nos empuja a construir ritos que den forma a la permanencia de nuestros muertos entre nosotros, y esa misma necesidad la que da sentido y origen a un género tan rico, tan querido por los clásicos como el del epitafio. Porque imaginativos, ricos y variados son los epitafios reunidos por Ana Rodríguez de la Robla en las diferentes secciones del volumen (Puella insolita ... optima uxor, Gaudium vs. Dignitas, Mors inmatura, Cotidie, Ars Moriendi, Viator y Amor et amicitia) por los que van desfilando los reconocimientos, elogios, lamentos, fragmentos de vida cotidiana que hoy como ayer nos permiten evocar a nuestros seres queridos; esposas, hijos, jóvenes, escenas cotidianas, posición social van trabando así un entramado cubierto de una melancolía invernal y gris que nos llena de ausencia, que nos inunda de estoicismo y nos hace omnipresente la invitación a vivir y continuar la senda que nos llega desde el otro lado de la lápida.

Quizá lo más sorprendente y atractivo de los epitafios sea una de las propias convenciones del género, la idea de un diálogo a dos vertientes en las que el muerto entabla conversación con los vivos, con todos los vivos, y consigue así labrarse una especie de misión de consejo, admonición, recordatorio o fatalidad. El propio epitafio nos dará las pautas, escuetas pero suficientes, de la historia que truncara la muerte, y suficientes datos así para poner rostro, nombre y estado a nuestro interlocutor: pudo ser una mujer virtuosa dedicada a la ocupación propia de las matronas de tejer la lana, pudo ser un muchacho arrebatado en plena floración, una niña cuyos sueños quedaron truncados, un hombre cubierto de honores y ya con la vida bien cumplida. Y de cada uno de ellos aprenderemos una lección y aprehenderemos un alma, bien guiados por la mano de Ana Rodríguez de la Robla, de pronto revestida con la túnica espectral, a la manera del padre de Eneas, para guiarnos de la mano por las miradas oscuras de los muertos. Tanto en el exquisito y pertinente prólogo como en la edición bilingüe de los poemas que se nos presentan limpios, sin notas (un dato positivo en la medida que nos permite acceder con claridad y celeridad a los textos sin las a veces farragosas interrupciones del erudito, de la misma manera que negativo porque nos impide conocer los criterios y aclaraciones que justifiquen una palabra, una interpretación, una resolución no académica de un problema textual). Se trata esta última de una decisión que considero acertada, ya que el libro se publica como una recopilación de poemas fúnebres y no como un tratado filológico. Pero sobre todo porque nos permite disfrutar sin interrupciones de lo que sin duda es la mejor parte del libro.

En efecto, si la cualificación de Ana para enfrentar con éxito el problema de la traducción de unos textos que conoce bien, de un género que domina, queda probada en el libro, me parece que sobre todo pasaremos a disfrutar de la recreación de los originales latinos en el esfuerzo de regalarnos una mirada lírica, musical, cargada de poesía en el sentido hispano y actual del término en el resultado de la traducción. Los versos imaginados por Ana Rodríguez de la Robla son rítmicos, pausados, profundos, siguen de alguna manera las pautas de la poesía latina pero resuena con gravedad actual, aprovechando con sabiduría las oportunidades que la retórica y la métrica le ofrecían para alimentar y cargar de emoción y sentidos transversales el original romano. Perlas de sabiduría (“Estando bien de haberes y salud, amigos/no te han de faltar, y si otro caso se diera,/extranjero serás en Roma o fuera de ella”), declaraciones de independencia y orgullo femenino (“Cierto es que hilé mi vida como quise; /nunca nada debí a nadie, viví /según la lealtad me aconsejó”), huellas de amor, de resignación, de dolor y hasta no pocos juegos irónicos han encontrado habitación en esta pequeña reserva de papel y memoria. En este libro que desde ya proclamo imprescindible, amigo lector, antes de que la ceniza te sea leve".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cura ut ualeas.
Beso, querido amigo.

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