Leo en El País que Ediciones Salamandra cumple diez años en estos días. Y me entran las ganas de felicitar a todos los que han hecho posible esa ya larga aventura, y devolver así un poco de todo lo que me han regalado.
En los últimos años, y cuando parecía que el mercado editorial se iba a quedar concentrado en unas pocas manos, y que tendríamos que ir acostumbrándonos a beber sólo de un número limitado de fuentes y de autores, a desdeñar ciertos estantes de las librerías por su falta de interés, a bostezar otros de nombres repetidos ad nauseam y confiar ya sólo en los firmados por Tusquets o Anagrama, de pronto ese mundo del libro cuya muerte tantos se apresuran en certificar decidió reinventarse. Y comenzamos a encontrarnos con libros publicados con mimo, de excelente diseño, algunos con papeles y tipos hermosos, pero sobre todo con libros que nos ofrecían contenidos nuevos, nos acercaban a literaturas poco frecuentadas, a memorias escondidas e inencontrables, a libros extraviados en los sótanos de instituciones públicas... Y fuimos haciéndonos amigos de Impedimenta, El Acantilado, Libros del Asteroide, y hasta las aventuras a la cántabra como El Desvelo o Valnera.
Y entre estos nuevos dadores de sueños, estos que se aplicaban y se aplican para encontrar títulos que nos fascinaran como imanes poderosos, páginas que se nos pegaran al dedo y nos contagiaran la furia por leer más, por saber más, por disfrutar más, ocupó pronto un lugar de referencia Salamandra. Me resultó gracioso darme cuenta de que son pocos los títulos de su lista de "superventas" los que conozco. Excepción hecha, por supuesto, del tiempo invertido en disfrutar con la saga de Harry Potter, y de Sandor Marai y su último encuentro. Porque amanecieron en Salamandra, adentrándose en el fuego de la pasión lectora y sobreviviendo al tránsito para no dejarse devorar por la memoria, tantos títulos que hoy es el día en que no puedo pasar cerca de una novedad salamandresa sin concederle al menos el privilegio de una primera exploración.
Fue desolador enfrentarse al áspero mundo de El sol de los Scorta de Laurent Gaudé como fue pura vida aprender todas las sutilezas de esa especie de realismo mágico a la hebrea que Meir Shalev nos dejó relatadas en Por amor a Judit. Fue divertido adentrarse en el absurdo cotidiano con La pesca del salmón en Yemen, de Paul Torday, y curioso aprender las razones del éxito de Camilleri con El perro de terracota. Compartir con mis chicas lectoras de pueblo en pueblo Balzac y la joven costurera china de Dai Sije nos permitió ser víctimas de la Revolución Cultural mientras Daniel Mason con El afinador de pianos me permitía recrear en la Birmania colonial mi pasión por la música y por ese piano de tacto dulce que es el Erard. Las Almas grises de Philippe Claudel sumaron su tensión a la memoria del fracaso de la mano de Andrew Miller en Oxígeno y a la memoria de la culpa en Déjame ir, madre de Helga Schneider.
Pero sobre todo, Salamandra será para siempre la mano amiga que nos condujo hasta una escritora imprescindible: Irene Nemirovsky, que nos deslumbró con su Suite francesa y ya nunca supo defraudarnos.
Por todos ellos, por muchos otros, que vinieron. Por los que sigo esperando cada día, Felicidades y Gracias.
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