lunes, enero 21, 2008

LA DOLOROSA MEMORIA DEL PUEBLO ARMENIO
La foto que abre según la costumbre este artículo de mi bitácora nos muestra una caravana de mujeres, niños y niñas caminando bajo la atenta mirada de los soldados turcos que, a pie o a caballo, comprueban cómo abandonan la ciudad. Podría ser Van o Trebisonda, emtre ellas habrá señoras y criadas, mujeres sin estudios y damas de formación exquisita como era común entre la comunidad armenia, jóvenes y ancianas. No hay hombres porque allá por el mes de mayo de 1915 todos los varones de más de 15 años hubieron de acudir a la llamada de las autoridades militares turcas y retenidos unas pocas horas a las que casi ninguno sobreviviría. Los más afortunados, murieron simplemente fusilados. Pero muchos fueron degollados tras ser previamente castrados por sus verdugos turcos o kurdos. Se dirigen al desierto, deportadas camino de los extremos del Imperio Otomano. Unas morirán asesinadas por los soldados o los bandidos, después de haber sido violadas como violados y muertos serán los pocos niños y muchachos de la caravana; otras caerán exhaustas de hambre y sed. Algunas conseguirán llegar vivas a Alepo y otras ciudades de la frontera sur. Dejando atrás dos millones de muertos.
Durante esta semana estaré pesado (vale, lo acepto, MÁS pesado que de costumbre) con la cuestión de los derechos humanos y las barbaridades humanas. Dos miradas hacia el pasado y una hacia el presente: Armenia, los hombres del triángulo rosa en un 27 de enero que recuerda la liberación del infierno de Auschwitz, y una reflexión sobre unos juegos olímpicos que vienen a consagrar como pareja de baile del mundo civilizado a una China que bate cada día su propio récord de indignidad.
Descubrí el genocidio del pueblo armenio a través de la literatura. Una novela histórica, bien escrita, "Un verano sin alba", recreaba la historia de una familia, la memoria de una familia, a través de esos años, 1915-1917, en que la modernización del Imperio Otomano con la toma de poder de los Jóvenes Turcos y el nacionalista Kemal Ataturk (esos que en mis libros de Historia se nos vendían como artífices de la entrada del "liberalismo occidental" en la vieja y anquilosada Turquía, válgame Dios). Abiertos los ojos hacia un tiempo oscuro de la historia, un tiempo de dolores invisibles y aún hoy negados, leí más tarde "El árbol armenio" y más recientemente "La casa de las alondras" (la novela que sirve de base a la película de los Taviani "El destino de Nunik"). Todas ellas dan al papel la memoria privada de sagas familiares en las que unos pocos miembros, casi siempre mujeres, fueron capaces de sobrevivir. En otro, "Middlesex", espectacular novela de Jeffrey Eugenides, leí estremecido durante los primeros capítulos de la larga epopeya familiar cómo la masacre armenia había sido precedida por la deportación y muerte de miles de griegos residentes en la costa turca (todavía tiemblo al recordar cómo Eugenides describe el incendio que arrasó Esmirna atrapando a los griegos entre dos opciones: arrojarse al mar o perecer entre las llamas y los disparos de los militares turcos). Occidente, nuestro Occidente, miraba hacia otro lado. Dice en Middlesex un oficial de la marina británica, al impedir que sus marinos ayuden a los griegos que desesperadamente intentan alcanzar nadando el barco "Somos neutrales, no podemos entrometernos en cuestiones internas".
Esa ha sido tantas veces nuestra historia, la de los pueblos que construimos ese gran monumento a la dignidad que son los derechos humanos: recrearnos en nuestro propio bienestar y apagar el televisor o cerrar el periódico para ignorar sobre cuánta sangre, sobre cuánto dolor, hemos edificado nuestra comodidad. Hoy unos pocos países tratan de recordar lo que sucedió a los armenios, y oportunamente lo hacen cuando Turquía insiste en su interés por ingresar en el selecto club de la Unión Europea. Francia -donde habita una influyente minoría armenia- ha convertido el Negacionismo del Genocidio Armenio en delito (como ya lo es el Negacionismo del Holocausto Nazi en varios países). No sé si es el camino. Pero me parece que Turquía no debería aspirar a un lugar entre las naciones civilizadas (sean éstas las que sean) antes de reconocer lo sucedido hace ya casi un siglo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Has escuchado a Djivan Gasparyan? Es armenio. En su música, que es como un viaje incesante, se trasluce el dolor del destierro... No es extraño, tristemente. Hay ocasiones en que estos genocidios atroces quedan sepultados por los fastos de otros mucho más mediáticos... y también, por supuesto, por los intereses económicos de los gobiernos de turno.
Un beso.

Rukaegos dijo...

No lo conocía. La verdad es que como músicos armenios reconozco que sólo he escuchado a Charles Aznavour y a Cher.
Pero con tan buena recomendación, porque mi querida señora, sabe usted cuánto aprecio sus opiniones, prometo enmendar mi carencia.
Por cierto, sí tengo un par de discos con música litúrgica armenio-católica y es interesante.

Hace tiempo escribí también un pequeño poema en el que hablaba de la doble invisibilidad ... ¿ser armenio y gay en 1915? Terrible. Es un poemilla sin mayor historia. A ver si lo encuentro y lo copio en el blog.

Un beso y a sus pies, siempre.

Anónimo dijo...

Te enviaré un corte a tu correo.
Un besín.

amarilis dijo...

Me gustaría que vieras mi blog, a ver qué te parece.

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