viernes, marzo 11, 2011

MOMENTOS ESTELARES: VOLARE, OOOOHHHH


Me dice Glendamaría que tampoco es necesario hacer mucha sangre, y que todos los que me conozcan lo tendrán claro. Pero por si acaso, tengo que afirmar que el deporte no es lo mío.

Y mira que me he esforzado por intentar mantener el equilibrio sobre esos vertiginosos artefactos de dos ruedas en el reinosano Parque de Cupido. Que he intentado atravesar a nado el trecho entre el Billy Budd y la Isla de Santa Marina sólo para darme cuenta de que los ataques de asma a media travesía son más bien peligrosos. Que estuve a punto de fichar por un circo después de un fabuloso partido de fútbol escolar en el que conseguí mantenerme varios minutos sobre el balón con una sola pierna antes de estromparme en un charco de barro (¿por qué será que llamábamos El patatal al campo de la competición?). Pero cuando es que no, es que no.

Campurriano de ancestros y crianza, era cuestión de tiempo que a alguno de los nenes de la tropa se le ocurriera intentar esquiar. Y cuestión de tiempo que Papa-Rukaegos nos apuntara a un clús de montaña, nos equipara como Alberto Tomba manda y nos enviara a las montañas nevadas aunque, por fortuna, sin banderas al viento, que los tiempos eran ya muy otros. O dejémoslo en un poco otros.

Tuve un cierto éxito en mis prácticas de alisapistas culero en mis primeros entrenamientos. Haciendo todo un esfuerzo por dejar claro que el equilibrio, físico o mental, y yo no tenemos nada en común. Y descubriendo la mantecofobia de un monitor capullo de la Escuela Española de Esquí que se pasaba las mañanas gruñendo a voz en grito "¿Dónde coño está el gordo?". Razón más que suficiente para que el gordo se camuflara adecuadamente entre las nieves del suelo y se mordiera la lengua pensando en cómo gestionar todo aquel rencor a futuro y echando de menos todo el repertorio de insultos y comentarios mordaces que a buen seguro aprendería algún día en los libros que semejante engendro nunca leería.

Pero no fueron las caídas tontas, ni las caídas listas, ni cuando me perdí en la pedregosa pista de Las Ollas una tarde de impenetrables nieblas, ni cuando me enredé con el telesquí y subí a rastras la mitad de La Tabla, los episodios que justificaron un momento estelar. No. Ese espacio privado y privilegiado corresponde sin duda a mi pasión por el vuelo. Que amaneció de pronto justo el día en que por vez primera tomé el telesilla para subir hasta el extremo más alto de la pista bautizada como El Chivo. Con bellísimas vistas sobre el Valle de Polaciones que ni siquiera enturbiaba la evocación de las albarcas de Revillapresidentix.

Se suponía que las sillas eran mucho muchísimo más fáciles de manejar que las perchas del telesquí. Y que cuando llegabas al fin del trayecto, un pequeño empuje de cadera y culo te desplazaba amablemente por una ligera rampa que te conducía entre caricias frías al nacimiento de la pista. En esas instrucciones y ensoñaciones andaba yo cuando de pronto la puta silla llegó a destino sin que yo me enterara, y comenzó de nuevo a elevarse.

Supongo que pensé que la silla iba a atravesar luego alguna turbina devoradora de patosos, o a chocar contra las poleas, o a provocar un colapso nervioso en el personal que me miraba con cara de ¿pero qué hace este imbécil? Tal vez fue que me incendió la previsible vergüenza de llegar de nuevo al origen con el culo pegado al madero y con cara de preguntarme todavía cómo se manejaba aquel trasto diabólico. Lo único que quedaba claro era que yo tenía que hacer algo, y lo hice. O sea, salté desde una altura de unos tres metros, volando cual grácil garza de las riberas, o como pato cebado de los estanques, rodeado por la música celestial de los empleados de la estación que entonaban su más surtido repertorio de insultos, juramentos y aleluyas.

No pregunten cómo. Pero el Rukaegos volador aterrizó sin novedad en la pequeña pista de salida del telesilla, a una endiablada velocidad que obligó a los esquiadores de a pie a apartarse raudos y al acróbata a frenar con cierta brusquedad contra unas rocas estratégicamente colocadas.

Mis amigos se me acercaron, eso sí, en pleno proceso de flipping, alucinados con la hazaña heroica que, por lo visto, acababa de protagonizar, y concediendo entre grititos exaltados y emocionados que ni los más machos y machirulos se hubieran atrevido a semejante homenaje al riesgo. Tablas para qué os quiero, salimos de allí antes de que llegaran los curritos de la terminal que ya se acercaban para arrebatarme el bono para el uso de los remontes por loco de la pista.

Al sábado siguiente ya me decidí a utilizar de forma regular el artilugio, levantando el trasero en el momento adecuado. Pero por un momento de verdad creí que podía volar.

4 comentarios:

Akede dijo...

Hombre, todo es cuestión de práctica^^ (aunque los palilleros lo tienen más fácil para bajar de la silla).

Y piensa que fuiste afortunado, peor hubiera sido una mala caida desde esa altura con efecto rebote al final (con un montón de ojos al acecho), o haberte enganchado en la red que amenudo colacan para recoger a los incautos, que casos de esos los he visto muchas veces.

Por cierto, el monitor, menudo tacto, que tío más "agradable".

Rukaegos dijo...

Yo creo que todavía tenía cotizando al ángel de la guarda, Akede :)

Y el monitor creo que anda redactando un manual de pedagogía humanista, pero no encuentra quién se lo publique juas.

jcabezonalonso dijo...

Seguramente es cuestión de práctica, pero lo que no está hecho para uno, es mejor dejarlo y optar por la siguiente opción.
Eso me paso a mi, en otra dimensión, cuando quise aprender a tocar la guitarra. Opté por escuchar flamenco.

Nacho dijo...

Últimamente andaba pensando que no soy de carcajada fácil, pero he tenido que limpiar los felipillos de la pantalla un par de veces leyendo esto...

Nacho Sé

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