Le debo esta historia a Patricianuro desde hace tiempo. Podría haber sido un texto cargado de ironía como los de la serie Momentos Estelares, pero hoy es el Día del Libro y se me ha desatado la cursilería, así que lo contaremos por soleares.
Érase una vez un paseador de libros…
Como sus vecinos, cada día al despertarse tomaba un café rápido, se aseaba y se acicalaba, organizaba los bártulos necesarios para el trajín cotidiano. Pero a diferencia de ellos, antes de salir a las calles rebuscaba con ojos ávidos por las estanterías hasta elegir uno, tres, hasta cinco libros, cinco preciosos camaradas que le acompañarían a lo largo de la jornada. Algo ligero y divertido para los veranos, la poesía obligada en primavera, las novelas densas y confortables para el invierno, quién sabe si algún sesudo ensayo con el que reflexionar sobre el paso del tiempo en las desapacibles mañanas del tardío.
Caminaba con ellos bajo el brazo sin miedo de tropezarse con las farolas, de atropellar a los coches, de arremeter contra los viandantes que, ya conocedores del peligro del deambulatorio personaje, lo esquivaban al paso. A veces llevaba la mirada perdida, como extraviada en un pequeño sueño, como si dudara todavía si se trataba de gigantes o de molinos, quién sabe si saboreando despacio, muy despacio, algunos versos memorables. A veces se paraba, observaba su carga, hay quien juraría haberle visto acariciar los lomos, dirigirse a las páginas con ternura y sobre todo ¡escucharlas! A veces escogía uno y lo abría, lo leía al paso, a la manera de los monjes por los claustros, mientras apretaba entre el cuerpo y el brazo los demás volúmenes. ¿Qué duda podía caber de que estaba rematadamente loco?
El paseador de libros inspiraba cierta ternura en los habituales de la ciudad. Algunos sonreían e inclinaban la frente a su paso, que no iban a perder las buenas maneras por el peculiar encuentro. Había quien meneaba con lástima la cabeza cuando lo veían por las noches pasar frío bajo la estricta luz de una farola mientras su perra corría por el parque ajena a la sinfonía de palabras que estaría cantando entre los brazos de su amo. No faltaban, claro, los indignados, los que le escupían con rabia expresiones como ¡Sobaco ilustrado! o escribían en los foros de internet y en las cartas a los periódicos protestas encendidas contra "ese que saca a sus libros de paseo".
Si al menos vistiera con chándal, si sacara de paseo objetos adecuados para la practica del deporte o maletines llenos de dineros sucios, pero … ¿libros? ¡Por favor! Y es que la lectura ya hacía tiempo que estaba considerada una actividad peligrosa, indecente, prerrevolucionaria. Había quien aseguraba que los libros te ayudaban a sentir, a pensar, a emocionarte, y quién iba a ser un buen ciudadano con semejantes cartas de presentación. Todavía tenía un pase si se realizaba en la intimidad, pero era un escándalo la exhibición viciosa del Paseador de Libros. Leía en las paradas del autobús, mientras los buenos ciudadanos miraban el reloj y el tablón informativo con los horarios aproximados de las diversas líneas; subrayaba un verso y anotaba algunas reflexiones con cuidado entre el Ayuntamiento y Puertochico, seguramente en la línea uno; se sentaba frente a la bahía y devoraba capítulos a la hora de la comida.
A él nunca le importaron esas críticas. Pero le preocupaba la reacción de los libros, tan delicados. Ante algún exabrupto especialmente odioso algunos libros reaccionaban crispándose, llenándose de Realismo sucio, otros perdían el norte y estallaban en delirios surrealistas y en extrañas escrituras automáticas. Los más se replegaban como mimosas hasta quedar reducidos a un pequeño haiku.
Cuentan que con el tiempo la ciudad se fue acostumbrando. Algunos preguntaban al Paseador de Libros la causa de sus extrañas costumbres. Él, paciente, hablaba de la dulzura de la brisa sobre las hojas, del aroma del sol sobre los lomos, de la curiosidad que despertaba la vida en las largas sucesiones de párrafos y palabras, en los beneficios, en suma, que la vida ejercía sobre sus libros, siempre dispuestos a aprender la belleza del mundo. Cuentan también que el Paseador sigue vagando con su carga de libros y que siempre, cuando en cualquier esquina se pierde entre las historias que le cuentan, se le ve feliz, feliz, feliz, como si nada de lo que ocurre alrededor le importara. Aunque el Paseador sabe que todo le importa y que gracias a sus amigos es capaz de darle al universo fragmentos de comprensión, migas de ternura, añicos de esperanza.
*Va para Patricianuro, claro. En el Día del Libro del año del señor de 2014.
*Va para Patricianuro, claro. En el Día del Libro del año del señor de 2014.
6 comentarios:
Soy Patricianuro y esta entrada es para mí. PARA MÍ.
¡Qué bueno! Lo comparto. ;)))
De cursi nada; me ha gustado mucho la historia del Paseador.
Cuando me encuentro con él y me sugiere alguna lectura siempre le hago caso.
Ojalá se vieran más paseadores de libros.
He tardado en cumplir lo prometido, Patricia, pero aquí está :-)
Para María Luisa y Amelie, el origen está en unos comentarios en los foros del DM donde me llamaban de todo menos bonito y usaban como principal argumento que yo era "ese que saca a los libros de paseo" jejejeje , algo que por cierto se ha repetido bastante en contextos parecidos, los pobres, con lo bien que les viene tomar el aire y ver el sol de vez en cuando para que no se les enmohezcan las páginas jijijijijiji
Brillante, por ácido y subversivo. Que temor provocan los libros a quiénes son incapaces de asimilarlos.
Tenías razón: Me encanta!!!
Un ejercicio muy saludable para él y para los libros.
Y no me extraña que pasara de las críticas porque él estaba por encima de ellas.
Saludos.
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