Si alguno de los que pasáis por este blog no cree en la magia, haría bien en acercarse esta noche del cinco de enero a la Cabalgata de Reyes de su ciudad. Es verdad que la cabalgata en sí suele ser un espectáculo cutrón y demasiado comercializado, aunque también es verdad que poco a poco los ayuntamientos se lo curran un poco más. Pero olvidad por un momento el camión de los bomberos o la carroza patrocinada por El Corte Inglés y mirad los ojos de la chavalería.
Todos los años, y a pesar de los míos, cumplo con el rito de deambular un rato por las aceras del Santander posible cazando hadas. En ese momento me olvido de la fiebre consumista y hasta del mundo, compro un roscón de reyes en Regma o en Villaverde, y me dejo llevar por los comentarios nerviosos de los niños, sus sonrisas, sus bocas abiertas, sus miradas fijas en los armatostes que trasladan a Melchor, Gaspar y Baltasar, su silencio pasmado o sus gritos llamando a "su" rey (ese que en cada casa nos habían asignado y que en mi caso fue siempre Gaspar). Desearía en esos momentos ser un gran fotógrafo para apostarme en algún mirador y con un objetivo adecuado capturar para siempre esos rostros y hacerlos inmortales. La inmovilidad y los nervios, la ilusión y la sorpresa, la inocencia siempre, los ojos limpios. Imaginando también la repetición del gesto y la sonrisa franca al despertar y encontrarse por la mañana tantos sueños de golpe.
La fiesta de Reyes fue siempre en casa el eje de la Navidad. Mi padre fue uno de esos niños de Nuncajamás, de los que habían elegido no crecer y seguir sorprendiéndose cada día que amanecía el mundo. Y su energía era contagiosa. Tras la cabalgata convocaba a parte de sus hermanos y hermanas para organizar toda una montaña de juguetes, libros, paquetes, regalos para los mayores en el viejo comedor de la calle de Santa Lucía, en esa misma casa en la que hace tantos años naciera la pintora cubista María Blanchard. Todavía había tiempo para decir "fulanita o menganito tienen menos que el resto este año, a ver si Mendiolea está abierto todavía y encontramos algo", para bajar al estanco de la abuela Rosalina y comenzar a trasladar y desembalar los sueños que escondidos en las cajas del tabaco habían estado semanas ante nuestros ojos sin que lo supiéramos. Los cuatro hermanos habíamos organizado platos con turrón y dulces, botellas de licor y copitas de cava, calderos con agua para los camellos(una pregunta que conservo todavía: ¿alguno sabéis por qué los reyes siempre se terminaban las bebidas alcohólicas, dejaban los refrescos y los camellos nunca tenían sed?), zapatillas en la esquina del comedor que teníamos asignada y nos íbamos a dormir.
Por la mañana, nos apostábamos ante la puerta cerrada del comedor mientras mi padre organizaba una sesión de unas dos o tres horas de tortura: prohibido entrar hasta que Tía Chavita llegara con el roscón para el desayuno. Con Chavita en casa, prohibido entrar hasta que todo el mundo hubiera desayunado. Con el desayuno terminado, prohibido entrar hasta que por orden de edad entraran primero la abuela, luego la tía, luego mi padre, luego mi madre y por fin los cuatro pasmados y sin saber bien qué buscar o dónde mirar. Porque en mi casa cumpleaños y santo pasaban con lo razonable, los estudios no tenían premio (eran nuestra obligación), pero los Reyes Magos se volvían locos. Tanto que todavía la magia de este día me cosquillea en el corazón, tanto que todavía sigo teniendo dudas sobre la verdadera identidad de esos hacedores de sueños. Tanto que nunca podré pagar a mi madre y mi padre haber creado para nosotros una infancia feliz de verdad. Tanto que si alguna vez echo de menos no haber tenido hijos (por suerte para ellos) es por no haber podido reproducir todo ese escenario en el que transformarme, como el padre de Mafalda, en un "terrorista de la felicidad".
Una sombra hubo. Y es que yo tenía un carácter un tanto fuerte de niño. Y mis enfados eran duros, terribles y largos. Eso sí, nada de rabietas. Como si fuera un antecedente de Bart Simpson, si me enfadaba con alguien lo multiplicaba por cero: desaparecía de mi mundo durante el tiempo del enfado. Silencio y basta. Y a los Reyes un año se les ocurrió añadir a la fiesta unos trocitos de carbón de azúcar ... Claro, a ver, seis añitos escuchando que si eras malo te traían carbón y ahora se pasaban por mi casa aquellos tres pavos de Oriente a llamarme malo, a mí que siempre había sido formalito, sacaba buenas notas y encima me había pasado todo el verano a repugnantes purés de verduras a causa de una fuerte infección de estómago que se hizo larga y penosa y acabó convirtiéndome en una especie de nene anoréxico con cara de pena. Así que cuando llegó mi turno, entré, vi el carbón, cogí un cuento viejo de la librería y me fui a mi habitación sin dignarme a mirar ni uno solo de los regalos soñados. Y durante toda una semana, una semana infinita para mis pobres padres y abuela que acabaron muy, pero que muy arrepentidos de su pequeña maldad, me negué siquiera a acercarme a la montaña de regalos.
Vaya carácter, ayns, otro día os cuento mi guerra psicológica contra la Señorita Luchy (tercero de EGB) o cómo arrojé el chupete de mi vida. No sé cómo me aguantaban.Besucos y mucha magia para tod@s
2 comentarios:
Pero qué lindo estás en la foto, madre... ;)
Ayyy qué recuerdos !!!!
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