Esos celtas de los que alguna memoria quedará en esta Cantabria que un día poblaron, hablaban con la naturaleza. Ni dioses, ni vainas. Nada más sagrado para ellos que un río, un árbol, un animal. Tal vez por eso renunciaron a construir soberbios santuarios para orar en espacios abiertos, recogidos, protegidos por la propia belleza del Mundo.
Hicieron su calendario y sus especulaciones zodiacales a partir de los árboles, esas criaturas bellas como pocas, sabrosas, generosas, que tan bien comprendió nuestro Riancho. En esas especulaciones, por mi abrileña fecha de nacimiento me corresponde el sauce como árbol totémico. Y a él me encomiendo en esta entrada de mi blog que es también vuestro, para hablar de la fiebre arboricida de nuestra ciudad.
Recuerdo como muchos fueron cayendo. Dos en especial. La vieja y altiva palmera que casi tocaba el cielo desde su casa en el jardín del viejo Sanatorio del Doctor Madrazo, en mi calle de Santa Lucía. Uno de esos árboles de sabor indiano, desclasado en nuestro norte pero enérgico y hermoso, como soñando el sol, cuando se proyectaba hacia lo alto. Vinieron los cambios, las especulaciones, la nueva clínica Madrazo (hoy Mompía), y con los nuevos aires se fue la palmera, esa que ya no podría volverse tan niña niña como cuando era una niña con cintura de pulsera. Nadie pensó en transplantarla o preservarla. Y nos dijo adiós, como adiós nos dijo la araucaria azul de los Jardines de Pereda, tal vez el árbol más lindo que Santander haya visto nunca, ese que se desplegaba a modo de cortina vegetal sobre uno de los senderos del parque. Se argumentó que podría desplomarse sobre el camino (¿cuántos árboles no habremos visto apuntalados o asegurados contra tal eventualidad en medio mundo?), que obstruía el paso (¿tan costoso es caminar cuatro pasos para tomar el camino alternativo?). Y se la llevaron.
Y es que en Santander, los árboles molestan. Los paseantes de Reina Victoria lo dijeron hace tiempo cuando clamaban por una tala masiva de vegetación que les permitiera disfrutar del paisaje (y digo yo ¿cómo va a disfrutar de un paisaje quien no es capaz de sentir parte del mismo a sus árboles?). Los vecinos de Menéndez Pelayo suelen quejarse de que quitan luz a sus ventanas (pero aportan sombra en verano, verde de vida).
Y ahora, han sido los pinos de Pérez Galdós los que han sido cercenados por esa aversión de nuestros munícipes a todo lo que no sea cemento y comisión. Los parques, que sean muchos, pero que no molesten, que sus árboles sean esqueléticos y breves, para no dar sombra ni robar espacio, y que estén sus ámbitos bien delimitados, no sea que perdamos un par de bloques por su culpa. Nuestros munícipes firmarán todas las cartas ecológicas necesarias, afirmarán que Santander es una ciudad respetuosa con el medio, gastarán dinero en libros que hablen de nuestros pájaros (qué tristeza esos pájaros sin árbol), sustituirán hierbas, plantarán flores, buscarán arbustos exóticos y decorativos, embiscarán las excavadoras contra los espacios trazados por la naturaleza para echar cemento de constructor y hierbas de diseño y hacer un parque artificialmente naturaloide. Y mientras tanto, seguirán cortando árboles y árboles, sin enterarse de que son también patrimonio de nuestras almas, que hasta el Gobierno de Cantabria los reconoció en su imprescindible catálogo de árboles singulares que salvó tantos viejos y magníficos ejemplares de esos que en sus pueblos llaman La Cagigona, El Roblón, El Abuelo, etc. Y que tantas ciudades enseñan a amar esos perfectos sistemas de hoja, rama y tronco que nos limpian el aire, nos aportan sombra, nos protegen frente a los ruidos, nos deleitan los sentidos.
También para los árboles otro Santander debería ser posible, debería crecer esa ciudad respetuosa con el medio y enamorada de sus vecinos vegetales. Ese Santander verde, que lo quiero verde.
2 comentarios:
Qué pena lo que cuentas. Y cuánta razón para perder el sueño. Siempre que se viaja por Europa se vuelve deprimido a Santander por el mismo motivo -entre otros-: la falta de respeto con el medio ambiente y la ausencia escandalosa de zonas verdes. Acabo de volver de Viena, donde los árboles, los parques, los bosques, tienen protagonismo indiscutible. Pero qué decir de Londres o París o de cualquier otro lugar civilizado donde el verde no es un insulto, sino un don que se protege con mimo. En España y en Santander hay mucho que aprender al respecto; pero la cosa está fea: no parece haber demasiadas ganas. Y en los políticos se entiende, porque cobran con cada m3 de cemento que promueven; pero más triste es aún en los ciudadanos de a pie, que no cobran un euro y encima se están dejando esquilmar lo poco que tienen: la salud y la belleza.
¡ Qué bonito! Pero, yo me pregunto ¿ Dónde están los ecologistas? ¿Por qué no " gritan" en Santander?
¿ Habéis visto cómo va a quedar la Plaza Porticada?
Gracias, por preocuparte por " Un Santander Posible"
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