Veo por segunda vez Vénere, la producción más reciente de Daniel Abreu y su compañía de danza y lo hago esta vez más sereno, con los ojos menos entregados a escrutar y entender y mucho más preparados para sentir, para dejarse arrebatar.
Abreu es menudo, delgado, amable, de voz canaria y relajada, de sonrisa tímida y ojos con un brillo inteligente que te hablan del fuego del creador, de ese fuego con el que crece sobre el escenario, con el que alimenta sus creaciones y agita a sus colaboradores.
Que el amor es obsesión, cuerpo, caricia, silencio, angustia, belleza, furia, movimiento, contemplación, luz, es algo que sabemos. Es algo sobre lo que de alguna manera incide el Vénere de Daniel Abreu, una propuesta en la que los cuerpos escriben sobre el aire un hilo sutil que no intenta narrar ni representar, que simplemente abre puertas para que nuestras emociones atraviesen el umbral y desde el otro lado reconstruyan, sueñen, se alcen sobre el texto lírico que cada movimiento va enredando.
Me quedo con algunas imágenes tan extrañas como potentes, las comedoras de flores, bellas y contemplativas hasta el éxtasis, la lenta lluvia de plumas que nos hace recordar el perfecto final de la Soledad Primera de Góngora, obsesivas y claustrofóbicas, la música entrecortada con las barras bajas y la luz intermitente, irónicas, los cuerpos maniquíes revestidos de una masculinidad y una femineidad de mercadillo, suaves y sugerentes, los cuerpos pintándose uno a otro, me quedo con la música de Monteverdi sosteniendo desde su sólido pasado esta aventura del futuro, con la voz hipnótica del contratenor griego.
Vénere como sueño, como introspección, como viaje encendido hacia el centro de nuestro propio viaje al territorio del amor.
Reconozco haber sonreído con placidez en unos momentos y haber dejado alguna lágrima emocionada en otros. ¿No es ese exactamente el misterio del arte?
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