ALGUNOS MESES MÁS TARDE ...
(Curso en Chemnitz tras la caída del Muro)
Veinte años después de la caída del Muro de Berlín, veinte años de la caída de todo un sistema social y económico que había protagonizado buena parte de los conflictos, esperanzas, frustraciones y abusos de la Europa de la postguerra, aprovecho este espacio para recordar un viaje a la recién extinta RDA, ocho meses después del acontecimiento que estos días se conmemora.
Estaba buscando una Universidad donde hacer un poco más sólido mi alemán, y se me ocurrió que era una buena oportunidad, un buen momento, puede que el último, de intentar conocer aunque fuera por aproximación lo que había sido la Alemania Oriental. Así que elegí los cursos de alemán para extranjeros que ofertaba el DAAD en la Universidad Técnica de Chemnitz.
Chemnitz ... una ciudad industrial, más bien feúcha. Arrasada durante la Segunda Guerra Mundial y poco digna de ser reconstruida, se presentaba como todo un modelo del realismo socialista aplicado al urbanismo: casas grises de escasa altura, con pequeños espacios verdes para consolidar la manzana.l Durante los años del sistema comunista había cambiado su nombre por el de Ciudad de Carlos Marx, Karl-Marx-Stadt, a pesar que Marx nunca había pisado por allí y, según nos contaron, porque desde los primeros años del Movimiento Obrero, sus trabajadores industriales, vinculados sobre todo al sector textil, habían sido reivindicativos y revolucionarios, hasta el punto de que durante la República de Weimar la ciudad era conocida como Chemnitz, la Roja.
Llegué un "verano caliente" en el que la profunda crisis econónimica, laboral e identitaria que había supuesto la reunificación para los alemanes del Este había provocado el asalto a las residencias de refugiados, de los inmigrantes sostenidos por fondos públicos a los que se identificaba como receptores del dinero que no llegaba a los buenos alemanes. Como siempre, el inmigrante, el refugiado, como cabeza de turco (nunca mejor dicho). Y de hecho, me bajé en la estación de tren de la ciudad la misma noche en la que los disturbios contra los Asylanten dejaban su huella en la ciudad sajona.
Quedan hoy imágenes vagas y fragmentarias. La amabilidad de la mayor parte de los profesores del curso universitario, y en especial de la secretaria del Departamento de Alemán, Frau Podliazy. Pero también sus lágrimas cuando a medio curso casi un cuarenta por ciento de los profesores de la Universidad vieron rescindidos sus contratos a manos de la terrible Treuhand, el consorcio creado para adaptar los organismos de la RDA al sistema capitalista. Una semana complicada para los estudiantes y terrible para los profesores, en la que iban llamándolos uno a uno para confirmar si se quedaban o si tenían que hacer la maleta. Del Departamento de Alemán, al menos de los que nosotros conocíamos, todos excepto el director y Frau Trabi (a la que habíamos bautizado así por su pintoresco coche), si bien se les prorrogó un mes la sentencia para que terminaran nuestras clases.
Queda también la idea de una sociedad profundamente escindida. Un paseo por los barrios populares bastaba para ver la degradación, la pobreza en la que se vivía, en una sucesión de fachadas apuntaladas y portales vetustos y deteriorados, mientras que sólo unos pasos te llevaban hacia los barrios donde los jerarcas del partido único habían construido elegantes mansiones con grandes jardines en los que corrían preciosos perros de raza (echaba de menos a la buena de Lola, así que estuve un rato jugando con dos cachorrones de setter irlandés casi idénticos a la mía).
Quedaban también las huellas del pasado. Del pasado glorioso que nos enseñaban o que nosotros buscábamos en las excursiones de los fines de semana: Annaberg, donde aún se alza la primera iglesia que en Alemania se adaptó a las convenciones reformadas, y donde se visita una mina del XIX en pleno corazón de las Erzgebirge (lado norte de los Sudetes), bajo un bosque de abetos devastados por la lluvia ácida. Leipzig, donde Santo Tomás guarda los restos de Johann Sebastian bajo una lápida negra y severa sobre la que cada día colocan una rosa roja. Allí entré mientras ensayaban la cantata Wachet Auf, caminando bajo el cartel que proclamaba contra los ataques a inmigrantes "Todos somos extrajeros alguna vez en alguna parte". Dresde, la joya monumental de Sajonia, reconstruida casi ya al completo tras ser arrasada con bombas incendiarias para que un generalote de la RAF pudiera vengar a su esposa cuando ya la guerra estaba casi acabada. La magnífica ciudad de Weimar, ejemplo de la Ilustración a la manera alemana y eco de las páginas de Schiller o de Goethe. También del pasado oscuro, la visita al campo de concentración de Buchenwald, la Frauenkirche de Dresde aún sepultada bajo sus propios escombros, tal como quedó tras el bombardeo aliado, las miradas torvas de un par de fanáticos que contrastaron con la amabilidad de los sajones.
Y cómo no, el amor por la música. Ese amor que me convirtió en el estudiante predilecto de Frau Podliazy tras preguntarle si habría algún piano en el que poder estudiar un poco en la Universidad (claro que lo había) o que me permitió cenar gratis en un café varias noches, siempre después de haber maltratado alguna sonata de Mozart o Beethoven (también un par de piezas de Schumann, que había nacido a sólo unos kilómetros de Chemnitz) en el vetusto piano del local.
Algunas veces sueño con volver. Con regresar para ver qué fue de la ciudad y de sus gentes después de tantos años, cómo les fue con la invasión del Capitalismo, qué les quedó de sus viejos modos de vida, dónde se atascaron las esperanzas de entonces, dónde pudieron romper la frustración del primer golpe del desempleo. Regresar para cumplir las visitas que no llegaron a materializarse (Tubingen, Meissen, el castillo de Wartburg). Volver hacia atrás para sumergirme en el pequeño paraíso que nos queda de aquellos años que siempre fueron maravillosos porque éramos más jóvenes ...
2 comentarios:
Muy buena descripción de tus vivencias, amigo. No estaría mal que volvieras, para saber qué fue de ellos.
Magnífico artículo, Regino. Un beso.
Publicar un comentario