¿Cuándo decidieron que el miedo era el mejor aliado para dominarnos, para dejar que impusieran sus reglas después de que las luchas de años les hubieran gritado "ya basta"? ¿Cuándo se dieron cuenta de que provocarnos la conciencia de la fragilidad nos convertía en blancos fáciles y que el temblor empujaba nuestras convicciones contra el suelo para allí hacerse añicos?
La vieja Europa, esa puta agotada que renuncia, matiza, retrocede cada día un poco y que sumando pocos ha llegado a ser poco más que una sombre de la que lideró las mejores conquistas del ser humano, para mantener al mercader y demoler la esperanza de aquella empresa de valores y de ciudadanos. La vieja socialdemocracia, y con ella otras construcciones sociales y políticas que alimentaron junto a ella los tiempos de los derechos humanos, de la edificación del estado del bienestar, del humanismo impenitente capaz de defender la alegría como una trinchera, defenderla del escándalo y de la rutina, de la miseria y de los miserables, que se adormiló y fue sorprendida con el paso cambiado por las "manos invisibles", nunca manos inocentes, y no supo dar respuesta ni a los enemigos de siempre ni a las demagogias nuevas y vacías. Cada uno de nosotros, como individuo cerrado y como persona abierta, como identidad propia y como proyección social, que pensamos que todo estaba ya terminado, que no había vuelta atrás, que todo daba ya un poco lo mismo y todos daban ya un poco lo mismo, y no supimos más que dispersarnos en mareas autosatisfechas y redes envalentonadas que nos convertían en enemigo fácil, desaliñado y sobre todo disperso.
El miedo, sí, el miedo. Que cada día nos inunda haciendo ríos de la gota de agua y océanos del torrente, que da vueltas y vueltas a noticias que lo son precisamente por lo poco habituales y nos trastorna hasta hacernos sentir como infierno sanguinario este hábitat nuestro, privilegiado y en calma hasta parecer la antesala del paraíso o la del cementerio. El miedo que agita la debilidad de nuestros cuerpos y la blandura de nuestros credos, la que recuerda a tantos que no la justicia sino la venganza debe moverles, que erige en experiencia universal y tiránica el dolor concreto y específico de la víctima, que cuestiona el criterio de los que saben y da voz y altavoz a necios y cobardes.
El miedo, sí. Y el cansancio, el cansancio que nos ha ido encerrando sobre nosotros mismos, que nos pesa más que la propia edad y nos hace creer que no merece la pena, que ya no merece la pena, continuar con la lucha, con la coherencia, con la utopía como horizonte y el ser humano como proyecto hermosísimo. El cansancio que nos hace renunciar a las discusiones y los argumentos para evitarnos líos y follones, fracturas y crisis.
Pero no puede ser, no puede ser. No debemos renunciar a la voz, al grito, a las ideas, al horizonte, al futuro, no debemos dejarnos vencer por el desaliento porque el edificio que una vez alzamos desde la razón, desde los pilares de la igualdad, la libertad y la fraternidad, desde las herramientas del estado de derecho y de la seguridad jurídica, desde el convencimiento de que no cabe un derecho penal que no sea proporcionado, general, y orientado siempre y sobre todo a la reeducación y la reinserción del delincuente. No puede ser porque el camino elegido entonces era el bueno y se trazó sobre muchos sacrificios, sobre mucha sangre.
No sirve de nada, ha quedado tantas veces demostrado en la historia, el rigorismo penal; es más, suele ocurrir que los países más severos son también los que cuentan con más delitos y más graves entre su población. Sí sirven la educación y la prevención, sí sirve el trabajo para la transformación. Y por eso no debemos callarnos, no cuando quieren convertir al refugiado en enemigo, a la igualdad en problema, a la dignidad humana en disparate. Tampoco cuando, como ahora, quieren emborronar la actualidad con debates que creíamos superados y que se nutren de los lados más oscuros del ser humano, el afán de venganza, la furia, el rencor y el pesimismo para que de nuevo dejemos de mirarles mientras nos empobrecen, nos alienan y nos destruyen, para que dejemos de mirar sus delitos de guante blanco, esos, justo esos, que nunca van a proponer como merecedores de Prisión Permanente, ni de la revisable ni de la otra, aunque sean esos, justo esos, los que nos han traído hasta este presente donde a falta de esa confianza amable y optimista en los derechos humanos como guía el suelo vuelve a estar embarrado y el camino vuelve a ser violento y farinoso.
3 comentarios:
Como siempre, estando de acuerdo con tu opinión, es un placer leerte. Un gran abrazo.
Y sin estar de acuerdo también es un placer.
Es un placer saber que estás ahí y poder compartir contigo estas reflexiones. Y todas las demás. Un abrazo.
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