Desde 1965 hasta 1990 estuve enfermo, muy enfermo.
Resulta reveladora la mirada hacia el pasado, hacia esos 25 años oscuros en los que de alguna manera resultaba peligroso, pestilente, degenerado, asqueroso. Esos años en los que a pesar de todo fui feliz, qué le vamos a hacer, quizás porque tuve mucha suerte con mi familia, con mi colegio y mi instituto, con Reinosa, con cierta época histórica y cierto país, quizás también porque entonces ignoraba el daño que estaba recibiendo en lo más profundo de mi yo más íntimo, quizás porque era simplemente discreto además de cobarde y no me vi obligado a figurar en el centro de ninguna diana.
Yo lo supe siempre. Nunca estuve disponible para los ritos y fraternidades masculinas, nunca hice ascos a los juegos mixtos y nunca me avergoncé tampoco de ser uno de los pocos chicos que participaba en los tradicionales entretenimientos de las chicas. A veces he jugado con muñecas y fui afortunado por convivir con la moda de los Geyperman, esos muñequitos machorros que se convirtieron en mis amigos y que, no creo que hoy os sorprenda, hacía emparejarse unos con otros. Coleccionaba fotos, a escondidas, claro, de los chicos a la moda que de alguna manera sabía que no podía pegar en mi carpeta. Allí estaban, procedentes del Hola y de otras revistas, Starsky y Hutch, Leif Garret, Chris Atkins, Willie Aames (vale, me volvían loco los rubios) y tantos otros. También era rubio el compañero del colegio, del instituto, de la pandilla, que me hacía poner muy nervioso cuando sonreía y que nunca supo, o eso creo, que me hacía flotar.
Alrededor, cómo no, las lágrimas. Las primeras que recuerdo, como si fuera hoy, las de esa noche, con 12 años, que me pasé en vela llorando y rezando, diciéndole a dios que no quería ser así, que yo quería que me gustaran las chicas como a todos. Esa noche que se fue repitiendo a diversos intervalos a medida que el tiempo avanzaba y lo que estaba claro se volvía aún más claro. Y que rozó la locura cuando a los 18 tuve mi primer encuentro furtivo con un tío, en su coche, en un bosquecillo cercano a Reinosa, del que nunca supe su nombre y a quien siempre agradeceré que fuera cuidadoso, delicado, que se preocupara por lo que yo pudiera estar experimentando. El regreso a casa fue tremendo, me sentía sucio y me sentí así mucho tiempo, pensé seriamente en quitarme de en medio, tuve tanto miedo, tanta vergüenza, que tardé cuatro años en tener una segunda experiencia en la que casi volvió a ocurrir lo mismo.
Al fin y al cabo yo era esa cosa sucia que se llamaban en el patio, en la calle, en la tele, en los partidos cuando querían humillar, aplastar, deshumanizar: maricón, pipa, loca, tenaza. Al fin y al cabo yo era, aunque nadie lo supiera, uno de esos personajes ridículos, grotescos, infrahumanos de los que se burlaban los chistes, la televisión, el cine. Yo era uno de esos bichos extraños que había visto en los libros en los que había buscado información y ayuda (¡a quién se le ocurre buscar esa ayuda en los libros de López Ibor, pero eso es lo que había en la biblioteca!). ¿Quién iba a querer ser eso?
Claro que fui afortunado. Nunca fui ese objeto de violencia o de burla, creo que nadie o casi nadie sospechó quién era, viví en mi burbuja, en mi miedo, en la seguridad de la mentira. Todavía hoy me duele pensar que mi padre murió sin saber quién era yo de verdad, que mis amigos lo fueron de alguien a quien no conocían y en quien hoy a duras penas me reconozco. Pero viví seguro, lejos de los tiempos en que podías morir por ser homosexual, lejos de la posibilidad de un centro de internamiento y reeducación (no tan lejos), lejos de la consideración de delincuente (no tan lejos). Solo fue un dolor pequeño, insignificante si lo comparamos con lo que todavía hoy tantos hombres y mujeres padecen en su tremenda realidad.
Al fin y al cabo, vida. Al fin y al cabo las lágrimas, el corazón roto, la vergüenza, el miedo, fueron los que me dieron una fuerza que desconocía cuando un día me volví loco y pegué la patada definitiva en la puerta del armario. Fue por amor, por desamor más bien. Culpa de un tal ... de cuyo nombre no quiero acordarme. Ese el momento en el que algo dijo dentro de mí que no podía más y que me hizo responder que sí cuando Javi, el buenazo de Javipapi, me pidió ayuda para organizar un ciclo de cine para ALEGA, el colectivo de lesbianas y gays de Cantabria. De pronto comencé, con 35 años, a ser adolescente, a vivir esa adolescencia que me había negado, que me habían robado, a sonrojarme cuando me miraba un chico y a decir a veces que sí cuando rompía la timidez y era capaz de dar un paso hacia el rollete buscando el amor de los quince. Aprendí poco a poco que no pasaba nada, que no tenía por qué pasar nada, si ibas de la mano con tu chico por Santander, o en un autobús, que podías abrazarte a él, besarle, incluso en un pub del heteromundo o en un taxi, que podías escribir poemas de amor en los que de pronto todo quedaba claro. Aprendí lo que era querer sin que te quisieran y gracias a Lander primero y sobre todo a Leo, a mi Leo, aprendí que hasta era posible que alguien te quisiera de vuelta. Aprendí a perderles y a recuperarme del golpe con la dignidad más o menos intacta y el corazón casi entero. Aprendí en fin a estar solo, sin ansiedad, sin miedo ya a ser el marica viejo que algún día seré, porque también aprendí a pelear, a luchar, a dar la cara, a levantar los ojos y la frente, a preocuparme por la dignidad, la libertad, la visibilidad, los derechos de todas y de todos. Hasta a veces quiero pensar que en esta vieja Cantabria puse algún granito de arena, puede contribuir un poquito a que tantas cosas cambiaran, a que la España de nuestros dolores fuera hoy, a pesar de tantas cosas, más habitable que otras partes del mundo.
Se me ocurre esta noche, en vísperas del 17 de mayo, que al fin y al cabo eso es la vida: caer y levantarte, romperte y pegar los añicos, llorar y reír, amar y echar de menos. Eso es la vida, levantarte por las mañanas y mirarte al espejo sin sentir demasiada vergüenza sabiendo que has aprendido a ser exactamente quien eres, y que has sido capaz de luchar para imponer tu realidad y exigir su respeto. Quién sabe si hubiera encontrado la fuerza necesaria de no haber pasado por los años oscuros, por el auto-odio, por el terror a ser el que de verdad era. Quién sabe su hubiera podido hablar abiertamente con mis alumnos y alumnas del Altamira, si hubiera podido amarlos como los amé, gozarlos como los gocé. En ese sueño de que a lo mejor después de haber conseguido quererme un poquito y hasta estar orgulloso (espera, que eso no toca hasta junio) de lo que he construido curándome no de la homosexualidad sino de la homofobia. Ese sueño de que tal vez mis amigos, la gente a la que quiero, la gente que me importa, quién sabe, después de tanto tiempo me perdonarán la falsedad de entonces, seguirán a mi lado y hasta compartirán, quién sabe, un poquito, mi tacita de orgullo.
*Gracias a los estudiantes del IES Jesús María de Málaga, he robado la imagen de la exposición que hicieron para recordar un 17 de marzo, llena de carteles e imágenes rotundas y memorables, como podéis apreciar en este video maravilloso.
https://www.youtube.com/watch?t=79&v=4Xg8_8-apk8
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