Durante algún tiempo, en casa compraban el Hola. Recuerdo allí las fotos que por primera vez en mi vida estarían asociadas a la enfermedad de Alhzeimer a través de una deteriorada y sorprendente Rita Hayworth.
Desde entonces, nunca la enfermedad ha pasado demasiado cerca, aunque sí lo suficiente para tener referencias, para saber de su constante progresión y conocer el deterioro mental, físico, personal, de los enfermos.
Me acerco en este domingo tristón, lluvioso, invernal a la Filmoteca para ver a Julianne Moore, mi adorada Julianne Moore, interpretar una película emocional, áspera, en la que una brillante profesora de Lingüística combate la pérdida de las palabras, de los recuerdos, de la humanidad tratando de no dejar nunca de ser Alice.
Una película dura, sí, para una enfermedad dura a la que confieso tener mucho miedo. Supongo que sea de ese miedo del que nacieron algunas reacciones durante la proyección y sobre todo algunas reflexiones y algunas lágrimas. ¿Quién eres, qué eres, cuando la memoria se te extravía, cuando dejas de reconocer y de reconocerte? ¿Qué puede ocurrir el día en que al escuchar el Iubilet de Monteverdi te sigas estremeciendo sin saber por qué, ignorando qué y quién la maravilla? ¿Se perderán en tus propias nieblas de nuevo papá, la abuela, Chavita, Leo, Glenda? ¿Qué sensación espera cuando en tus manos descanse un libro de poemas encabezado por tu nombre que no sepas descifrar, una fotografía de un niño sonriente o serio en el que ya no sabrías encontrarte?
Still Alice, como siempre hacen los buenos libros, los grandes cuadros, las películas sinceras, nos acompaña en un recorrido también personal por todas esas preguntas, parasita nuestro temor para conmocionarnos desde el rostro asombrado, enfadado, lleno de dolor, de una Julianne Moore simplemente inmensa.
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