Vuelvo a ver La redada (La Rafle) , la película francesa que nos narró en el 2010 uno de los episodios más vergonzosos del colaboracionismo francés: la redada del Velódromo de Invierno en la que la administración francesa sirvió en bandeja a los nazis a miles de judíos refugiados en París o de origen extranjero. En el Velódromo fueron "alojadas" mientras se preparaba su viaje hacia los campos y hacia esa muerte de la que no regresó ninguno de los detenidos las familias. Miles de niños marcados por la historia con una estrella de David de fieltro amarillo sobre la que estaba estampada la palabra juif.
Siempre he dicho que en narraciones como las que nos recuerdan el horror del nazismo y tantos horrores similares, la utilización de niños es especialmente tramposa y sentimentaloide. ¿De verdad que haya un niño con pijama de rayas es objetivamente peor o más conmovedor que la existencia de la vieja del pijama de rayas, el cobrador de tranvía del pijama de rayas, el joven del pijama de rayas, la planchadora del pijama de rayas? Pero en La redada los niños son necesarios porque fueron protagonistas principales. Y Rose Bosch nos lo cuenta sin excesos, sin sensiblería y, se agradece, buscando una compleja objetividad.
De hecho, si habláramos de La redada como película, tendríamos que limitarnos a apuntar que se trata de poco más que un telefilm de lujo, bien rodado, bien ambientado, bien interpretado y ya. Pero lo que me interesa de la película tiene más que ver con la historia, con la revisión de la propia culpa y la asunción de los fantasmas nacionales. No, no son los nazis más que comparsas secundarios en la película, y lejos de aparecer como monstruos, Bosch acierta al incorporar imágenes del Hitler más dulce y por tanto más desconcertante, el que adora a los niños y a los animales desde su refugio de Berchstesgaden. Son los franceses los que ocupan los primeros planos, dibujados como cobardes plañideros (Petain, desde la Francia de Vichy) . como funcionarios eficaces y grises que quieren limitarse a cumplir con precisión las órdenes, con encantada eficacia tendríamos que decir. La propia población no judía de París, presentada como un conglomerado de sensibilidades bien complejas y bien diferentes, desde los bomberos que desobedecen las instrucciones y se acercan a las familias retenidas en el Vel d'Hiv para darlas agua y recoger sus mensajes de socorro a la enfermera que se somete a la misma dieta de los judíos para demostrar al prefecto sus efectos, desde el vecino que recoge a los dos hijos de la familia de la puerta de enfrente al policía que reconoce a la muchacha judía que escapa pero no la retiene, pero también a la panadera que grita e insulta a los judíos durante la redada, el gendarme que patea a la mujer embarazada para que se dé prisa, el que arranca los pendientes de las orejas de la niña… Todos franceses, todos parte del elenco que en los días que siguieron al 16 de julio de 1942 salió a escena para construir un cuento terrible, un episodio nada glorioso que en los últimos años se ha venido reivindicando con fuerza por las instituciones francesas y por la ciudad de París como la denuncia necesaria de un alma oscura que nunca debería haber aflorado.
Me pregunto también, mientras avanza la película, si España será capaz de enfrentarse alguna vez cara a cara a ese pasado sucio sin las acusaciones ni los bostezos habituales con los que se castiga a quienes osan hablar de la memoria histórica, a desempolvar archivos, a explorar la verdad.
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