Se me vienen ahora a la memoria imágenes como las de Iñigo de la Serna e Ignacio Diego, dos católicos de pro de más que contrastada coherencia religiosa, portando la imagen de la Virgen del Mar durante una procesión. No menos coherente, a Cospedal, de negro riguroso y mantilla, aompañada de la vicepresidenta Soraya SS bajo su respectiva blonda, en el Corpus toledano. Recuerdo al Director General de Policía del Gobierno de España condecorando a la imagen de la Virgen del Amor malagueña y a Fátima Báñez encomendando la gestión del empleo en España a la Virgen del Rocío. Actualizo para mí el problema de los funerales de estado y el disgusto de los que profesando otra religión o no profesando ninguna hubieron de vivir una ceremonia católica con motivo del 11-M. Y hasta aquellos primeros años de la transición en los que observábamos como si de toda una declaración de intenciones se tratara si los cargos públicos juraban o prometían.
Pienso por otra parte en el gesto de la alcaldesa de Torrelavega, Lidia Ruiz Salmón, de no asistir a la ceremonia religiosa que abre las fiestas de agosto en su ciudad y su decisión de no entregar durante el período festivo el bastón de mando municipal a la Virgen Grande. Y me pongo a componer una de esas reflexiones que sin duda volverán a molestar al Establismen dichoso, que no escarmiento.
Apelando siempre a la tradición, como si la tradición por el hecho de serlo fuera buena, y a la paradoja de que un país tan secularizado ya como España, hasta el punto de que alguno de los papas recientes nos proclamara "país de misión" continúe cediendo espacios públicos y privados a la Iglesia Católica "para no ofender a nadie" o "para no dar un disgusto a la abuela", nuestro país tiene uno de esos problemas que se quedaron sin resolver en la Transición en las relaciones Iglesia-Estado y en los pasos hacia un modelo verdaderamente aconfesional, como reza la constitución, o laico, como interpreta nuestro Tribunal Constitucional que debemos entender esa peculiar proclamación de los constituyentes.
La neutralidad del estado y de todas y cada una de sus instituciones no significa, y no debe significar, agresión alguna contra los católicos. Exceso es el de quienes así quieren plantear o leer algunos gestos, con un espíritu de revancha que no hace bien alguno a nuestra sociedad, y exceso también el de quienes se empecinan en un protagonismo católico que ni el Catolicismo ni ninguna otra fe deben ostentar. La igualdad matrimonial para las personas lgtb, es sólo un ejemplo entre tantísimos, no se tramó para molestar a los católicos, como tampoco es ni hubiera sido de recibo permitir que nuestro Código Civil y sus instituciones fueran condicionados por la moral católica. Se hablaba de igualdad, de derechos fundamentales, de ciudadanía. Era y es muy fácil para quienes por su fe o sus ideas se encuentran lejos de esa igualdad mantener la distancia: nadie les obliga a casarse con alguien de su mismo sexo, nadie les obliga a asistir a un matrimonio civil entre dos hombres o dos mujeres, nadie les obliga a celebrarlo. Eso sí, se les pide silencio y respeto ante las opciones de los demás, se les pide que no entorpezcan o impidan su normal desarrollo. Así de fácil y para algunos así de difícil.
"Se trata sólo de un gesto, de una tradición que siempre se ha respetado" ha sido la esencia de las críticas, feroces, a Lidia Ruiz Salmón por señalar de manera proactiva que el Ayuntamiento de Torrelavega como institución, que la Alcaldía de Torrelavega como institución, no son instituciones católicas sino inclusivas para todos, y que no deben tomar partido, tampoco partido simbólico, para resaltar que se diga lo que se diga una confesión concreta tiene privilegios. Definitivamente, lo que hoy debería resultar chocante es que la alcaldesa de Torrelavega hubiera cedido el poder a la Virgen Grande durante el tiempo de los festejos, un poder que así hubiera dejado de ser como corresponde neutral y civil.
Aplaudo desde este blog la decisión de Lidia Ruiz Salmón y su valentía, la aplaudo y la agradezco. Hace ya mucho tiempo que la definición y la separación de los espacios cívicos y los espacios religiosos debería haber quedado resuelta; hace ya mucho tiempo que nuestra sociedad debería haber aprendido a no escandalizarse tanto por quienes apuestan de verdad por la aconfesionalidad y a escandalizarse un poco más por quienes se niegan a mostrarse neutrales por cálculos populistas y electoralistas. Pero como ni hace mucho tiempo ni ahora hemos sido capaces de solucionar la cuestión, bien, muy bien está, que haya personas concretas que desde su responsabilidad institucional nos recuerden que el Estado no profesa religión alguna.
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