Lo malo de amenazar con una trilogía es que luego te ves obligado a llevarla a cabo aunque el debate haya perdido actualidad y aunque tus lectores habituales y sufrientes entren en modo-saturación. Pero al igual que no hay dos sin tres, no se me preocupen que no habrá tres con cuatro, y aquí agotamos la cuestión Barneda, sin entrar a otros trapos de la no-salida del armario de la periodista. Y mira que me quedo con ganas de hablar del supuesto lobby gay y sus maldades.
Además de proclamarse persona, que no lesbiana, la periodista nos sirvió algunas otras obviedades, que tal vez no lo sean tanto. Insistió, por ejemplo, en el derecho que tenemos todos a nuestra vida privada y a que lo que pasa en nuestro dormitorio se quede en nuestro dormitorio. Entusiasmo sorprendente por la privacidad de quien trabaja en una cadena y unos programas que tantas veces cruzan las líneas rojas, basándose en el real o supuesto "interés público" de las vidas del famoseo real y seudo. Pero como fuere, tiene razón, tenemos derecho a la privacidad, a la intimidad más bien, a construir un espacio seguro e inmune a las agresiones del exterior. De hecho, esa es la primera esencia de los derechos fundamentales.
Pero claro, de nuevo llega la cuestión de que esa intimidad hubiera quedado estupendamente salvaguardada desde el silencio mejor que desde el amago. ¿Fue forzada Barnedo por su programa? ¿Fue una respuesta cansada ante rumores y cotilleos? Puede ser. Pero incluso en esos dos casos, podría haber salido mucho más airosa desde la naturalidad y si me apuran desde la alegría que se supone tendría que gobernar su vida de pareja y su propia aceptación personal. Ya hemos hablado de eso, así que me voy a centrar en otra cuestión, que no deja de ser delicada. ¿De verdad es tan sacrosanta la privacidad?
Comparto con el feminismo de los años de la liberación sexual la creencia en que nuestro cuerpo y nuestro sexo son públicos. Sí, he dicho públicos y no púbicos, que también. Me explico. Esa sociedad tradicional y heterosexista, masculina y dominante que habíamos heredado se rompe, se transforma también a través del shock, de esa alarma que genera a los macarras de la moral el situarse de pronto y sin previo aviso precisamente ante aquello que prohiben, aquello cuya vergüenza y ocultación supone un pilar central de sus oscuras vidas. Como por ejemplo, claro que sí, la sexualidad.
Dominar a la mujer fue también ocultarla, esconderla, convertir su cuerpo o su deseo en algo pecaminoso. Todavía hoy la estrategia de las Femen parte en buena medida de esa premisa y por eso, y sigue funcionándoles, sus protestas se hacen con la teta al viento. Decir que la mujer tenía cuerpo, sexo, placer, derecho a gestionar su cuerpo y su placer, fueron hitos esenciales en la liberación social y en la reclamación de su espacio. El discurso dominante de la heterosexualidad también ha querido siempre que la homosexualidad no existiera, y cuando no podía directamente reprimirla o crimininalizarla se ha tenido que contentar con esconderla. El beso apasionado entre las bocas de dos señores o de dos señoras sigue creando conmoción alrededor, escandaleras baratas y de barrio, pero que siguen provocando ríos de tinta. Y obligan a hablar, a hablar, a hablar, a romper la barrera del silencio asesino y por tanto a alimentar una sociedad más consciente de sus realidades y de su diversidad.
Por eso suscribo la idea de que nuestra sexualidad es también pública, que tenemos una responsabilidad con aquellos que todavía no pueden expresar su deseo, que viven aprisionados por el miedo, parra que el círculo que los aprisiona sea cada vez más pequeño y menos agresivo. Tenemos una responsabilidad con los chicos y chicas que descubren su pertenencia a esa minoría que se niega a seguir oculta, porque el futuro es suyo y porque la vieja sociedad no tiene ningún derecho a robarles la vida, a robarles la felicidad, a provocar más lágrimas y más dolor de los que en cualquier caso tendrán que encontrarse en su camino.
Y esa responsabilidad pública es mayor en quienes son hombres y mujeres públicos. Porque tienen acceso a los medios, porque pueden ser el ejemplo, el espejo, el clamor de la normalidad para quien se descubre lesbiana, gay, transexual, bisexual, también para quienes le rodean y tienen que aprender a convivir con ese imprevisto. ¿De verdad podemos creer una sola palabra de un periodista o de un político de esos que se quieren "discretos" para no decir medrosos, cobardes, irresponsables? ¿Si son capaces de ocultar con tanto celo quiénes son, cómo no van a ocultarnos o engañarnos en lo no esencial? ¿Pueden liderarnos quienes sienten vergüenza de sí mismos y se encuentran más cómodos en el disfraz que en la verdad? Más allá, la responsabilidad de actores, de cantantes, de deportistas, de escritores es también tanto más fuerte cuanto más fuerte sea su poder, su capacidad de influencia. Y más acá nuestras propias responsabilidades como padres, educadores, profesionales, trabajadores, en la medida en que nuestra dignidad, nuestra cabeza alta, nuestra capacidad para comunicar, vivir, sentir y hacerlo a plena sol son pasos, ya sabemos que no exentos de riesgo, para que la sociedad, la gente, aprendan que somos personas con etiquetas, que somos quienes somos y como somos, ni mejores ni peores que nadie, simplemente iguales, con el mismo derecho a la luz.
¿Intimidad? Y una mierda. Vamos a besarnos en la calle, vamos a pasear de la mano, vamos a presentar a nuestras parejas incluso donde preferirían no verlas y que les dijéramos que se trata simplemente de un amigo. Incluso ahí y sobre todo ahí. Maricas, bolleras y travelos orgullosos, dignos, respetables, iguales … y públicos. Públicos porque es la calle hoy donde está nuestra guerra.
1 comentario:
Excelente "trilogía", Rukaegos!.
Muy de acuerdo con lo que has escrito.
Gracias!.
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