miércoles, octubre 09, 2013

CARTA DE HARLEY A CHABELA MÉNDEZ


Estimada Señora Méndez:

Espero que no le moleste que le haya robado al jefe el ordenador un rato y me haya aprovechado de su blog para escribirle unas líneas que me parecen importantes, aunque yo no soy escritor como Gin o como Glenda y lo mismo no me sale bien lo que quiero.

Además ya soy un vejete, así que la cabeza no me funciona del todo bien y mi memoria confunde mis propios recuerdos con los de otros perros de caza que conocí durante nueve años. Pero sí creo que aunque mezcle algunos, se podrá hacer una idea bastante ajustada de cómo vivimos muchas veces, me temo que la mayoria, los perros de caza. Y se lo cuento porque he visto en el periódico que hay un periodista y unos cazadores que la están atacando porque ha preguntado en el el Parlamento de Cantabria cuál es la situación real del maltrato y el abandono, las condiciones sanitarias, el bienestar, el cumplimiento de la ley, las medidas de protección para los animales de compañía en general, para los perros en particular y hasta se ha acordado usted de dedicar cuatro preguntas específicas a los perros de caza. 

Creo que sólo fui feliz de verdad cuando era cachorro, muy cachorro. Durante unas pocas semanas viví junto a mi mamá y a mis hermanos, comía, jugaba y aprendía a expresarme, a disfrutar de la vida. Muy pronto me vendieron por primera vez, queda rastro en mi microchip, imagino que sin cumplir ninguna de las garantías que exige el artículo 13 del Tratado de la Unión Europea, porque en España nadie hace caso de ese artículo. Fue la primera de tres. 

A partir de ese momento, mi vida cambió. No le voy a decir que haya sido horrible, porque conozco los casos de muchos compañeros que han vivido en un auténtico infierno, ni siquiera les daban de comer así que ya se puede imaginar el resto. A mí me estuvieron entrenando para que aprendiera a seleccionar las piezas que mi dueño quería cazar, codornices, perdices y becadas, sobre todo. Y muy pronto me llevaron a cazar cuando era la estación correspondiente.

Tengo que decir que tuve suerte de ser un valiente y no asustarme con los disparos. De ser bien dispuesto, obediente, atento y eficaz en el trabajo. De no tener alguna tara congénita como la sordera o un accidente que me hubiera estropeado una pata. Porque entonces no estaría escribiéndole esta carta, no habría sobrevivido mucho tiempo, no habrían tardado en , como dicen ellos, quitarme.

Por lo demás, viví casi todo el tiempo con unos cuantos compañeros dentro de una jaula, en las afueras de un pueblo. La jaula no era demasiado grande, aunque más o menos podíamos movernos un poco. De vez en cuando, muy de vez en cuando, el jefe o alguien enviado por él venía a traernos comida y agua, llenaba unos depósitos para que fuera racionándose, si tenía buen humor y tiempo nos dejaba salir un poco de tiempo, y se marchaba. Si el agua o la comida se acababan, pues esperábamos así como medio tristones y débiles y ya estaba. En general no iba al veterinario, y era el propio jefe el que se encargaba de pincharnos una vez al año para ponernos las vacunas, aunque conocí en otras cuadrillas a perros que no sabían ni lo que era el veterinario ni lo que era una vacuna. Y que a veces se marchaban por culpa de enfermedades como la parvovirosis, que en teoría afecta sólo a los cachorros, pero claro, no te afecta si estás bien protegido.

También nos desparasitaban de vez en cuando. Y en eso también tengo que decir que yo tuve más o menos suerte. He conocido a compañeros que deambulaban por el bosque cargados de garrapatas o de pulgas, algunos con graves problemas en la piel debido a las picaduras. Los que no morían infectados por los bichos no tardaban en desaparecer. A unos los quitaban directamente. A otros los llevaban a unos sitios llamados perreras, donde también los quitaban.

Recuerdo una vez que estuvimos cazando por la montaña palentina. Un jefe se alejó un momento con su cuadrilla de compañeros, se alejaron, al rato escuchamos unos disparos y yo no sé por qué sentí un escalofrío, porque por allí no había codornices.  Luego volvió el jefe solo, sin los perros, y dijo a los otros "ya los quité". Y nos fuimos. A veces pienso que esos compañeros eran los siete setters que mi nuevo dueño se encontró una vez acribillados por esa zona, cuando hacía senderismo con unos amigos. Pero ya digo que estoy viejo y no sé muy bien la localización exacta del crimen.

Al final llegó ese momento temido por todas las criaturas, los años empezaron a pasarme factura. Bueno, los años y que no me sacaban nunca de la jaula, así que fui perdiendo el músculo de las patas traseras y me volví torpe. Cuando llegó la temporada de verano cacé bastante mal, por primera vez cacé mal, a veces me caía o me negaba a saltar obstáculos porque mis patas no me dejaban intentarlo. Y cuando llegó el otoño mi cuarto dueño dijo que había que quitarme. Una tarde me sacó de la jaula, a mí solo, dejando atrás a mis hermanos, y me llevó a ese sitio, la perrera. Dijo que me había encontrado perdido, así que no le pidieron más datos. Luego allí comprobaron el chip, le llamaron por teléfono, él dijo que sí, que me había perdido pero que no le interesaba ir a recogerme (el muy mentiroso) y por eso me llevaron a una jaula, a esperar mi turno para esa inyección que ponían a los pobres peludos de la perrera para hacer sitio, para matarles.

Un día vinieron unos chicos de una organización que se llama SOS Setter, pagaron a los de la perrera para sacarme de allí y me volvieron a cambiar el chip. Yo no sabía qué podía esperar, ya no creía en ningún humano y estaba verdaderamente triste, deprimido. Pero llegamos a un lugar maravilloso, Setterland, donde me dijeron "Sigue el camino de baldosas amarillas". Y me soltaron y yo sin saber por qué corrí hacia una casa donde había muchos setters, algunos viejines, o enfermitos, otros felices. Todos esperando una nueva oportunidad. Y allí descubrí que era posible volver a ser feliz, que no era verdad que un perro estuviera bien si le tenían en una jaula medio alimentado y medio limpio, siempre encerrado y hacinado. Aprendí que hasta hay juguetes para perros, pero como nunca aprendí a jugar, no sé cómo hacer cuando me ponen uno cerca. 

Una tarde me llevaron a la ciudad y me presentaron a un señor que tenía una perrina setter muy requetelinda. Me cayeron bien, así que una semana después me mudé a su casa. Tenía miedo al principio, por las noches me escondía para dormir seguro y lloraba durante toda la noche por las pesadillas. Me peleaba por la comida, por si acaso llegaba ese día en el que se acababa y tardaban en traer más. Pero ahora estoy mucho más tranquilo y más contento, me gusta dormir cerca del jefe y casi nunca tengo pesadillas. Hago ejercicio todos los días y a veces voy a nadar porque dicen que me viene bien para recuperar el músculo que había perdido, así que ya no me caigo y hasta me atrevo a dar algún salto. Seguro que hay perros que viven mucho mejor que yo, pero la cara me ha cambiado y mi expresión, lo dice todo el mundo, es mucho más contenta. La comida es estupenda y también lo son las caricias del jefe y sus amigos. ¡Y además no tengo que cazar para ganármelas!

Así que queria contarle mi vida para pedirle que no se deje vencer por las presiones del periódico, del periodista y de los cazadores. Hay muchos perros que están sufriendo, muchos que han sufrido tanto como ni se imagina. Y como nosotros no votamos, ni podemos tomar medidas, necesitamos que humanos de buen corazón se muestren sensibles hacia nuestra realidad, nuestra terrible realidad, y consigan minimizar el sufrimiento. Por primera vez en Cantabria, alguien se preocupa de verdad en el Parlamento por los perros, y no se olvida de los perros de caza. Nos ha despertado muchas ilusiones, por favor, no haga que volvamos a quedarnos tirados en una cuneta. No se rinda.

Suyo afectísimo, Harley Davidson. Aunque la Gin me llama Tío Harley.

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