ORGULLO SOBRE HIELO
Para Javier Raya
I.
La procesión avanzaba solemne hacia el centro del estadio. El rito era viejo y conocido, unas muchachas rubias y despampanantes con el barroco traje nacional lleno de cintas blancas, azules y rojas, dos circunspectos representantes de la Federación Internacional de Patinaje y una mujer madura y digna que representaba al Comité Olímpico Internacional. Junto a ella, Aleksey Rubin, que dominara la escena del hielo durante los años cincuenta y conservara todavía cierta aureola mítica. Cerraban el desfile los tres vencedores de la competición. La medalla de bronce sería para la estrella local, Vadim Liadov, la plata para el canadiense Dermot McAllister y , gran sorpresa, el oro para el español David Muro, que con sus tempranos 19 años había deslumbrado a público y jueces en toda una exhibición de fuerza, perfección técnica y expresividad.
No es que Muro fuera un desconocido en el mundo del patinaje. Desde su salto a las competiciones internacionales inferiores a los 14 años había conseguido triunfos importantes y una progresión espectacular desde que dos años más tarde se mudara a Chicago para entrenar con Dora Carver, tan temida como admirada, capaz de destrozar física y mentalmente a los pupilos que no fueran capaces de alcanzar el alto nivel exigido, pero perfecta para convertir a sus chicos en oro. Y el pequeño David había resistido. Sin embargo, sus juegos no eran, no iban a ser, los de Sochi. Por su edad, por su tiempo en la alta competición, el objetivo era un buen papel, la final tal vez, impresionar los ojos de los jueces para que cuatro años después, en la ciudad coreana de Pyeongchang no hubiera rival capaz de batirle. Dora se había dado cuenta muy pronto de que tenía en sus manos a otra estrella, ese David tímido pero brillante y seguro de sí mismo iba a llegar hasta el podio soñado.
La propia entrenadora se quedó boquiabierta cuando el joven español bordó más allá de lo posible una coreografía diabólica, lenta, sobre la Primera Sinfonía de Mahler. Una comentarista de la televisión canadiense afirmó haberse quedado muda mientras contemplaba en la pista cómo patinaba un ángel. Un programa de corte clásico que arrancó ovaciones atronadoras y las puntuaciones más altas. Se abrió el programa libre con ciertos murmullos (¿Lady Gaga? ¿Cómo era posible que se hubieran atrevido a montar precisamente para aquellos juegos un programa libre sobre el Born this way de Lady Gaga?) pero pronto la frescura del muchacho, la impecable limpieza de su deslizamiento, su sonrisa contagiosa, el orgullo desafiante de su gesto al clavar cada una de las piruetas, cambiaron los murmullos por aplausos, los aplausos por gritos de entusiasmo y los gritos por dieces. El oro, sí, el oro de Sochi 2014, con la aprobación unánime y la sincera reverencia con la que el medalla de plata, McAllister, pareció decir "hoy has sido un dios, y contra un dios es inútil competir".
Así que David Muro, el español entrometido que había robado la gloria a los veteranos, cerraba la procesión con el rostro sereno y solemne. Y sereno y solemne lo sostuvo durante la imposición de las medallas, sin que la emoción consiguiera romperle ni cuando Rubin, el campeonísimo ruso, le colgó el oro sobre el pecho, ni cuando la bandera y el himno de España se abrieron paso entre el silencio del pabellón.
II.
Puede que nunca en la historia de unos Juegos Olímpicos de Invierno se hubiera producido un escándalo de magnitud semejante. Los medios de comunicación ardían enviando hipótesis, provocando debates, buscando declaraciones. Se decía que no tardaría David Muro en ofrecer una rueda de prensa. Se decía también que la organización de Sochi se negaba a dar soporte a esa comparecencia, que tampoco la admitiría en la Villa Olímpica. El Príncipe de Asturias y su esposa habrían adelantado por sorpresa su regreso a España y al Secretario de Estado para el Deporte se le había visto gritando por los pasillos del pabellón de hielo, indignado o desconcertado, según el momento. El griterío en el pabellón era ensordecedor y no hacía falta hablar ruso para entender que se sucedían los insultos, a pesar de que en algunos asientos, en algunas delegaciones, entre algunos patinadores se mantenía la misma actitud de entusiasmo y respeto con que se había iniciado la ceremonia.
En efecto, tras finalizar el himno, solo un instante después de descender del podio, David Muro se había quitado la medalla de oro y la había arrojado hacia la pista de hielo. El canadiense afirmó más tarde haberle escuchado "hoy se acaba mi carrera deportiva, pero de aquí no pienso llevarme ni esto". En medio de la ola de indignación que arrasó el pabellón, atravesando las miradas incrédulas de los gerifaltes olímpicos, esquivando el empellón enfadado que trató de asestarle Rubin, con el paso firme y el mismo gesto calmado de toda la ceremonia, el joven campeón se dirigió hacia el asiento de su entrenadora, que con mirada grave se levantó, asintió con la cabeza y abrazó con fuerza al muchacho.
Fue allí mismo, en el pasillo que conectaba la pista con los vestuarios, donde David Muro sacó su teléfono móvil, marcó un número y, ahora sí, apenas sostenido por los brazos de Carver, con los labios temblándole, se limitó a decir "¿Entiendes ahora por qué tenía que venir a Sochi, Pablo? ¿Entiendes ahora por qué era tan importante venir y ganar? ¿Lo entiendes ahora, maldito idiota?"
Mientras al otro lado alguien sollozaba lleno de amor y de rabia "Joder, David, te quiero. Joder, joder".
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