Con los hombres tengo siempre o mal ojo o mala suerte, con la gente en general acierto al 50%, con los perros o la comida es más bien raro que me lleve una mala sorpresa. Por alguna razón, sin embargo, al enfrentarme con esas extravagancias que en conjunto se suelen conocer como artes o cultura las intuiciones se afinan hasta casi un 100% de satisfacción.
Fue hace algo más de un año cuando tuve por vez primera noticia de la existencia de La Joven Compañía y de su trabajo. El azar hace su trabajo, y no deja de ser azar feliz que justo aquel día yo volviera a comprar el periódico que leí durante años y al que ahora solo me acerco muy de tarde en tarde. Casualidad que mis ojos prestaran ya mucha más atención al teatro de lo habitual, puesto que mis hábitos y responsabilidades habían experimentado un fuerte cambio reciente. Casualidad que la noticia hablara no solo de una compañía de características muy precisas, sino que además lo hiciera relacionándolos con uno de esos viejos queridos compañeros de travesías literarias, Homero.
Así que desde la lectura del periódico a la primera exploración del Google y a la primera llamada a la compañía no debieron de pasar más de unos pocos minutos.
La empatía fue inmediata, como era de esperar, la ilusión de todos y cada uno de los integrantes de LJC con los que fui hablando en diversos momentos, David, José Luis, Olga, Pedro... es contagiosa como un maravilloso virus, el proyecto de llevar a los jóvenes al teatro, de hacerlo como actores pero también como técnicos, gestores, directores, autores y especialmente como público era una clara respuesta a mis oraciones a Talía y a Melpómene. El hambre de teatro iba creciéndome hasta que por fin pude convertir en realidad esa ansia de entrar al Conde Duque y sentarme durante unas cuantas horas para ver, seguidas, las dos partes del Proyecto Homero, Ilíada (adaptada por Guillem Clua) y Odisea (en la lectura de Alberto Conejero). Baste decir que me resultaron ambas obras un fuerte impulso eléctrico, una tensión salvaje en la atención, en la mente, en la memoria, en el corazón, que me reí, que me agité, que volví a vivir las peripecias de griegos y de troyanos. Y que lloré, casi desconsolado, cuando Aquiles (Álvaro Quintana) toma en sus brazos el cadáver de Patroclo (Javier Ariano) para acunarlo, besarlo, llorarlo, mientras la oscuridad cubría sus ojos en una imagen que para mí solo podía ser atroz, demoledora, un eco de ese instante terrible en el que la oscuridad cubrió los ojos de Leo mientras se desplomaba sobre mis frágiles, inútiles, brazos.
Regresé a Madrid para disfrutar de una versión brillante de La isla del tesoro, divertida, con un punto feminista, con una vuelta de tuerca como siempre para que las preocupaciones de chicos y chicas puedan estar presentes encima de las tablas, para hacer la historia cercana no solo en el qué se cuenta sino en el cómo se cuenta, analizando sus hábitos de consumo cultural, sus exigencias de intérpretes jóvenes, de rapidez, de presencia de música y de recursos audiovisuales, de una expresividad extrema y tragicómica capaz de despertar risas nerviosas, movimientos en las butacas, ojos húmedos, comentarios susurrados que no pueden esperar para expresar y compartir lo que a cada momento se vive. Regresaré a Madrid para asistir a La edad de la ira, la adaptación que Fernando J. López ha realizado de su propia novela, porque me he jurado ver todo el repertorio de la compañía y ya estoy nervioso por la necesidad de ver Hey boy, hey girl o Fuenteovejuna.
Porque Punk Rock , de Simon Stephens, ya ha caído. Ha caído en esta Santander que una vez en este blog se pensara posible, en la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria, convocando a más de mil adolescentes para un triple propósito: Acercarlos al teatro, crear aficionados, dejar que se sientan parte de la escena, sería el primero. Acompañarlos en un viaje de madurez, de autoconsciencia, de introspección y reconocimiento de las propias grietas a partir de las heridas que habitan el escenario. Denunciar, en fin, el bullying, y ayudar en la lucha contra esa lacra de la violencia en las aulas, del acoso de los abusones.
Punk Rock, además, me ha dado una oportunidad que me hace sentir un privilegiado, la de compartir un poco de tiempo con esas actrices y actores a los que todavía no había dejado tomar la palabra fuera de texto, no más que un par de tuits cruzados con Álex Villazán o con Víctor de la Fuente. Aquí en Santander Punk Rock fueron Víctor de la Fuente, Katia Borlado, Juan Frendsa, Ana Escriu, Jota Haya, Cristina Gallego, Fernando Sainz de la Maza y Tana Payno. Actores y actrices para los que solo tengo palabras de agradecimiento, por su entrega y su altísima calidad durante las representaciones, por su capacidad para convertirse en demiurgos y despertar la voz de esos adolescentes que necesitan contar, que necesitan hablar y que se sienten impelidos a tomar el micro y a vencer sus miedos, por su compromiso, su cercanía, su simpatía, su optimismo, la claridad de sus ideas fuera de la escena. Quizás porque entre camerinos se estuviera representando otra obra, ese sueño de volver a ser joven, volver a sentir la vida con energía, con pasión, con kilómetros de futuro rumbo a las estrellas, con el teatro, la poesía y la luz de las sonrisas como cómplices.
Sé que volveremos a encontrarnos y que a cada encuentro volverán a romperme, volverán a quemarme las cicatrices, volverán a hacerme volar desde la memoria al infinito. Y que cada encuentro será nuevo y vibrante, un homenaje a ese adolescente que nunca ha querido marcharse del todo. Gracias. Gracias. Gracias.
(NOTA: Os he robado una foto de la web, una espléndida foto de David Ruano. Espero que me perdonéis el pecadillo)
La empatía fue inmediata, como era de esperar, la ilusión de todos y cada uno de los integrantes de LJC con los que fui hablando en diversos momentos, David, José Luis, Olga, Pedro... es contagiosa como un maravilloso virus, el proyecto de llevar a los jóvenes al teatro, de hacerlo como actores pero también como técnicos, gestores, directores, autores y especialmente como público era una clara respuesta a mis oraciones a Talía y a Melpómene. El hambre de teatro iba creciéndome hasta que por fin pude convertir en realidad esa ansia de entrar al Conde Duque y sentarme durante unas cuantas horas para ver, seguidas, las dos partes del Proyecto Homero, Ilíada (adaptada por Guillem Clua) y Odisea (en la lectura de Alberto Conejero). Baste decir que me resultaron ambas obras un fuerte impulso eléctrico, una tensión salvaje en la atención, en la mente, en la memoria, en el corazón, que me reí, que me agité, que volví a vivir las peripecias de griegos y de troyanos. Y que lloré, casi desconsolado, cuando Aquiles (Álvaro Quintana) toma en sus brazos el cadáver de Patroclo (Javier Ariano) para acunarlo, besarlo, llorarlo, mientras la oscuridad cubría sus ojos en una imagen que para mí solo podía ser atroz, demoledora, un eco de ese instante terrible en el que la oscuridad cubrió los ojos de Leo mientras se desplomaba sobre mis frágiles, inútiles, brazos.
Regresé a Madrid para disfrutar de una versión brillante de La isla del tesoro, divertida, con un punto feminista, con una vuelta de tuerca como siempre para que las preocupaciones de chicos y chicas puedan estar presentes encima de las tablas, para hacer la historia cercana no solo en el qué se cuenta sino en el cómo se cuenta, analizando sus hábitos de consumo cultural, sus exigencias de intérpretes jóvenes, de rapidez, de presencia de música y de recursos audiovisuales, de una expresividad extrema y tragicómica capaz de despertar risas nerviosas, movimientos en las butacas, ojos húmedos, comentarios susurrados que no pueden esperar para expresar y compartir lo que a cada momento se vive. Regresaré a Madrid para asistir a La edad de la ira, la adaptación que Fernando J. López ha realizado de su propia novela, porque me he jurado ver todo el repertorio de la compañía y ya estoy nervioso por la necesidad de ver Hey boy, hey girl o Fuenteovejuna.
Porque Punk Rock , de Simon Stephens, ya ha caído. Ha caído en esta Santander que una vez en este blog se pensara posible, en la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria, convocando a más de mil adolescentes para un triple propósito: Acercarlos al teatro, crear aficionados, dejar que se sientan parte de la escena, sería el primero. Acompañarlos en un viaje de madurez, de autoconsciencia, de introspección y reconocimiento de las propias grietas a partir de las heridas que habitan el escenario. Denunciar, en fin, el bullying, y ayudar en la lucha contra esa lacra de la violencia en las aulas, del acoso de los abusones.
Punk Rock, además, me ha dado una oportunidad que me hace sentir un privilegiado, la de compartir un poco de tiempo con esas actrices y actores a los que todavía no había dejado tomar la palabra fuera de texto, no más que un par de tuits cruzados con Álex Villazán o con Víctor de la Fuente. Aquí en Santander Punk Rock fueron Víctor de la Fuente, Katia Borlado, Juan Frendsa, Ana Escriu, Jota Haya, Cristina Gallego, Fernando Sainz de la Maza y Tana Payno. Actores y actrices para los que solo tengo palabras de agradecimiento, por su entrega y su altísima calidad durante las representaciones, por su capacidad para convertirse en demiurgos y despertar la voz de esos adolescentes que necesitan contar, que necesitan hablar y que se sienten impelidos a tomar el micro y a vencer sus miedos, por su compromiso, su cercanía, su simpatía, su optimismo, la claridad de sus ideas fuera de la escena. Quizás porque entre camerinos se estuviera representando otra obra, ese sueño de volver a ser joven, volver a sentir la vida con energía, con pasión, con kilómetros de futuro rumbo a las estrellas, con el teatro, la poesía y la luz de las sonrisas como cómplices.
Sé que volveremos a encontrarnos y que a cada encuentro volverán a romperme, volverán a quemarme las cicatrices, volverán a hacerme volar desde la memoria al infinito. Y que cada encuentro será nuevo y vibrante, un homenaje a ese adolescente que nunca ha querido marcharse del todo. Gracias. Gracias. Gracias.
(NOTA: Os he robado una foto de la web, una espléndida foto de David Ruano. Espero que me perdonéis el pecadillo)
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