En una de mis redes sociales, en medio de uno de esos eternos, recurrentes y cuasi bizantinos debates sobre el "Toros sí, toros no", escribe un amigo algo así: "¿Cómo no va a ser la tauromaquia un arte, si multitud de pintores, poetas, escultores, fotógrafos, novelistas la han cantado fascinados por ella y la han utilizado como fuente de inspiración?".
Nadie, imagino, cuestiona que la pintura, la poesía, la fotografía, la escultura, la danza, la novela sean arte, al menos formas de expresión artística, con independencia de cuáles sean sus fuentes de inspiración. La guerra no es arte (diga lo que diga Sun Tzu) pero sin duda lo son Guerra y paz o La carga de los mamelucos. La pedofilia no es un arte, pero sí lo es Lolita; no son un arte los taxis, pero sí pueden dar contenidos a hermosos poemas de Luis García Montero.
Surge, en todo caso, la cuestión principal en torno a qué sea el arte. La maldita polisemia, de nuevo, y la necesidad de establecer una especie de diccionario básico con el que compartir palabras y mensajes con los otros intentando evitar el ruido, la ambigüedad, la incomunicación. Así que, sin encajar del todo en ninguna de las nueve entradas que la tal palabra le provoca a la Real Academia de la Lengua, voy a comentar el contenido que para mí es esencial en la determinación de su contenido práctico: la transformación de la realidad física y la revelación que tal transformación necesariamente desata en nuestra percepción del mundo.
Incluso en sus concreciones más clásicas, realistas y naturalistas, todo gesto artístico selecciona y altera la realidad circundante, la carga de sentidos, símbolos, preguntas, la modifica y la configura como una respuesta de un ser humano único y concreto que trabaja desde una sociedad, un espacio y un tiempo igualmente determinados, a los interrogantes propuestos desde el universo sensible, desde la vida. La pintura utilizará sus mejores herramientas, la forma, el color, la composición, la perspectiva, para atrapar el instante tal y como de él se ha apropiado el artista. La danza escribirá formas y emociones desde la estilización o la violencia de los movimientos corporales. La música inventará desde el sonido físico todo un catálogo de emociones nuevas que a veces puede aparecérsenos como infinito. No hay arte sin transformación de una materia, como tampoco lo hay sin desvelamiento. El genio del artista, si así queremos llamarlo, su intuición, su talento, su pericia, es capaz de conquistarnos cuando la obra, cuando la materia transformada, golpea nuestra consciencia. En sus mejores manifestaciones, para nuestra historia personal existe un antes y un después del encuentro con la obra de arte, también así para un hipotético yo colectivo que genera desde la epifanía de la gran obra una catarsis plural y un cambio de códigos sociales y estéticos. Desde el pasmo hasta el síndrome de Stendhal, la furia del arte nos deja sin aliento ante una Quinta de Tchaikovsky, un soneto de Góngora o las formas gigantescas de Anselm Kiefer. Aprendemos entonces que el mundo se nos expone con pliegues, sombras, recovecos que no habíamos sabido encontrar y que el artista-demiurgo es capaz de poner ante nosotros, cuestionándonos, llenándonos de preguntas.
No veo ni transformación ni desecamiento en la violencia contra los toros, tampoco en la ejercida contra cualquier otro animal, pero de esas otras no pretendemos hablar como de arte. No es transformación, no en el sentido que exponía, el único cambio que de verdad se produce en esas digamos fiestas, el bienestar en dolor, la vida en muerte. Sólo gestos, códigos y ritos repetidos año tras año, festival tras festival, sólo liturgias cada día mas vacuas de las que nada cabe sentir en el fuero personal como llave de un nuevo conocimiento. Es posible que el público de tales hazañas sienta pavor, emoción, tensión, ante los lances presenciados una y otra vez y de sobra conocidos, como también el trueno puede asustar infinitamente al niño o el vértigo removerá nuestras tripas cada vez que nos asomemos a la ventana de un piso muy alto. Pero las descargas de adrenalina nada tienen que ver con el tránsito y el conocimiento, sí, sin embargo, con la perpetuación de los códigos más viejos, probablemente los menos nobles, del ser humano.
1 comentario:
Lo escuché hace poco: "Incluso en el cerebro de los intelectuales más eminentes hay un hueco para cualquier tipo de estupidez".
Ésto viene porque cuando se decidió cubrir a los pobres caballos que participan -muy a su pesar, supongo- en esa denominada "fiesta artística" con un peto que evitase que cinco o seis de ellos cayesen destripados cada tarde, don José Ortega y Gasset (un filósofo sobrevalorado en mi opinión) escribió un artículo incendiario en la prensa quejándose de ello y asegurando que "(con decisiones como la de cubrir a los caballos)...así se acabaría con la Fiesta Nacional".
Saludos.
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