domingo, diciembre 29, 2013

ESE PEQUEÑO PACTO DE AMORES RENOVABLES.


Estuve anoche en la Filmoteca de Cantabria para, por fin, asistir a la proyección de "La gran familia española" , de Daniel Sánchez Arévalo. A buenas horas, mangas verdes, pero por alguna razón siempre se me habían acabado truncando los planes cuando pasó por las salas comerciales de Santander. 

En estos tiempos navideños en los que las ausencias pesan demasiado, en este tiempo oscuro y sin esperanzas de un 2013 que cierra sin dejar ver un resquicio de optimismo para el 2014, el tiempo empleado en disfrutar de La gran familia española fue también un tiempo de reflexión, de reflexión acerca del por qué nos resulta tan importante el cine, por qué un día sellamos con la gran pantalla una especie de pacto de amor que a pesar de tantos pesares hemos ido renovando cada vez que, tal vez sin esperarlo, nos tropezábamos con una película que volvía a hablar con nosotros. 

Poco importa en realidad qué nos cuenta Daniel Sánchez Arévalo en su largometraje, porque en realidad lo importante siempre es cómo nos lo cuentan. Y de entrada nos lo cuenta con un claro homenaje al cine, esa mirada constante a la divertida y vitalista Siete novias para siete hermanos pero también, creo, en el propio título que parecería anunciar una revisión de La gran familia. No porque tengan nada que ver las películas, sino porque de alguna manera nos lleva a una familia numerosa que sin embargo podría ser representativa de tantos cambios, actitudes y novedades en esa institución que, dicen algunos, siempre ha permanecido inmutable pero tantos y tan evidentes saltos ha ido dando.

Divertida y vitalista comienza La gran familia española , en clave de comedia, con una fotografía luminosa, llena de colorido fuerte, optimista, veraniego, celebrando la vida, celebrando el amor, celebrando también esa extraña pasión que parece volver locos a países enteros, el fútbol.  Aunque quizás sea ese comienzo lo menos interesante de la película, con algunas caídas en el tópico, que sin embargo muy pronto levantan el vuelo de la mano de un excelente guión y de unas excelentes interpretaciones, de unos diálogos ágiles, precisos, de unas miradas y unos gestos cargados de emoción y de significado, de una sabia combinación entre momentos emocionantes y hasta amargos que sin embargo nunca nos dejan caer de la nube de felicidad y de ternura familiar que nos ha ido envolviendo, eso sí, con alguna lagrimilla furtiva, y momentos divertidos. Entre los que tengo que destacar el personaje de Benjamín (qué bueno Roberto Álamo), una inteligente recuperación del tonto, del fool, del teatro renacentista, con una vena de Azarías, que con su simpleza cautiva, despierta sonrisas y canta verdades.

No sé explicar muy bien por qué me sentí tan a gusto en el cine mientras Daniel Sánchez Arévalo iba desgranando su historia fresca. Tal vez porque en diciembre las noches son largas y la película está llena de luz, tal vez porque es un canto a las familias que luchan, sufren, viven, sienten, celebran y aman unidas, lejos de ñoñerías y rancias perspectivas, tal vez porque nos habla de los amores que llegan y que se marchan como los que una vez nos llegaron y nos dejaron, tal vez porque habla de lo irreversible y de la necesidad de aceptarlo. Tal vez porque las sonrisas hoy son difíciles de levantar, los sueños son difíciles de soñar, y de pronto querías ser parte de la película, querías estar en aquella boda absurda y reír y llorar con una gran familia que a veces se parecía demasiado a la tuya. 

Tal vez porque al acabar sentías ganas de llegar a casa, de abrir la nevera, desenvolver un quesito y olerlo hasta el colofón mientras buscabas en la videoteca Siete novias para siete hermanos y aprendías otra vez a bailar cantando Goin' courtin' ...

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