En estos días en que he estado recluida en Marienbad he tenido oportunidad de leer varios libros que reposaban acusadoramente intactos sobre mi mesa (esta es la cara amable de la enfermedad), y entre ellos se encontraba lo último que ha publicado Pascal Quignard en la editorial Sexto Piso. Quignard, como es costumbre en él, aborda en su libro asuntos pertinentes a la Antigüedad Clásica, y en particular, el mito de las sirenas que, como todos vosotros ya sabréis, nos ha sido transmitido por la tradición literaria en diferentes versiones. Quignard en concreto, aparte de mencionar a Homero, habla de la tradición de Apolonio, según la cual, en la expedición de los Argonautas en busca del vellocino de oro, la nave es asaltada por el canto de las sirenas. Orfeo, el citarista poeta, va en esa nave y neutraliza el canto seductor de las hermosas asesinas con los compases domesticados de su lira. Sin embargo, Apolonio recoge un detalle que las tradiciones más difundidas eluden: de entre los componentes de la tripulación, todos permanecieron remando e ignorando el canto de las sirenas salvo uno. Ese uno se llamaba Butes. Butes saltó a las aguas mientras su compañeros remaban y remaban con terror y premura. No sabemos nada más. Su salto no fue un acto de debilidad, sino de plena elección y entereza. Y cuento todo esto no porque haya venido a hablar del libro de Quignard, por lo demás muy recomendable, sino porque según lo leía me acordaba de Regino Mateo. Yo he visto a Regino saltar en circunstancias parecidas hacia sus particulares cantos de sirena, eludiendo las voces domesticadas, encaramado a trampolines peligrosos. Toda la vida personal de Regino es un salto. Así también lo es este libro de poemas, La Mirada Caliza.
En su salto, Butes buscaba encontrar la música atávica, incontaminada, de las sirenas instintivas, aquello que siempre formó parte, de modo apenas intuido, de sus deseos y de sus miedos más profundos. Sí. Esa música atávica que Butes perseguía es la misma que resuena en los versos de La Mirada Caliza.
No he mencionado la música al azar. En la poesía de Regino, la música resulta fundamental, y en particular en dos aspectos: la música en sí misma, como los sones puros gorjeados por los pájaros inocentes de Messiaen; y la música del poema, su ritmo, su suave deslizarse, producto de un concienzudo trabajo de cincelado y pulido que, como en toda obra bien hecha, no se aprecia en sus costuras sino sólo en su discurso que fluye como el agua. La música, el agua y el poema son elementos similares.
Pero, ¿por qué La Mirada Caliza? Me consta que esta era una preguntaba que le formulaba con frecuencia el dedicatario de este libro, Leo, a quien todos añoramos, y hoy especialmente. Regino, me decía Leo, jamás le contestaba. Tal vez Regino no contestaba porque no podía contestar: no siempre podemos contestar a quien amamos. O quizá no contestaba porque la respuesta era tan sencilla que no merecía o no podía ser enunciada. Lo esencial es siempre lo más difícil de decir. Lo esencial suele encontrarse a gusto en el silencio. No obstante, algo avanza Regino en el poema que da nombre a su libro (63):
En los ojos exhaustos archivamos
los signos de la vida:
las ciudades
que habitamos, las páginas gastadas
de nuestras cabeceras, las imágenes
que sobre la retina o la pantalla
quedaron detenidas, la ceniza
y el mármol de aquellos que quisimos
o la piel encendida que dio nombre
al deseo y a un tiempo al desamparo.
La Mirada Caliza es, pues, la mirada de la tierra propia, el sonido telúrico del íntimo paisaje geológico, geográfico, personal y emocional al que Regino, por principio inveterado, nunca ha querido renunciar. Yo eso lo sé y todos los que lo conocemos siquiera un poco lo sabemos. Siendo ello así, La Mirada Caliza de Regino Mateo no puede renunciar a sus lares y penates; lares y penates que en ningún caso, tras su aparente acepción estrictamente clásica, deben confundirse con meras menciones a lo antiguo. Los lares y los penates son los dioses protectores del yo mismo, los ancestros que nos definen y nos miran desde sus ojos, también, calizos. Y aquí, en este nuevo libro de Regino, están más que presentes.
Los lares y penates de Regino se remontan si es preciso a los primeros padres. Así ocurre en el poema “Nacimiento de Hannibal” (19):
Fue el rito semejante: abrió el deseo
con avidez las bocas, se clavaron
los dientes asesinos en la carne
delicada.
Y así los ojos vieron.
Pero es también frecuente la presencia memoriosa y atenta de los padres más cercanos, como en “Cangrejos de río” (21):
Mi padre me despierta. Todavía
la helada está batiendo en los cristales,
y ya la presa espera.
Habitantes del frío acuden al reclamo:
salamandras y carpas lo desdeñan,
se alejan en el vértigo del giro,
alguna vez se enredan en las mallas
tensando la cordada y engañando
al pescador atento.
Oscuros y pequeños son los ojos
que en el extremo móvil de la antena
acechan desde el limo.
Otros lares anidan en los prístinos sonidos de la infancia, como aquellos populares y entrañables de las marzas (65):
No hay respuestas
que puedan aplacar tu melancólica
vigilia, este regreso a la pequeña
ciudad donde creciste.
Creo que en los tres poemas se ha percibido, por cierto, la aproximación descarnada, un tanto forense, de Regino a su vínculo ancestral.
En todo caso, esa vigilancia omnipresente de lares y penates tiene un componente físico, carnal, vivencial, y otro simbólico, y que ambos se entremezclan en una meridiana confusión, si se me permite el oxímoron. Y en esta extraña, o no tanto, dualidad, conformada entre los pecios de la memoria, los trinos primeros de las aves, las páginas innúmeras de los libros visitados, el temblor de los mitos y las heridas aún abiertas en la carne viva, es donde encuentra su anclaje la mayoría de los poemas de La Mirada Caliza.
Quisiera señalar, también, la intervención muy destacada de otra dualidad muy rilkeana, que ya apunté ligeramente antes pero sin incidir en ella de forma directa: la belleza encubre lo terrible, o lo que es lo mismo, la apariencia engañosa de las cosas dulces, que genera por igual lucidez y dolor y desencanto. Muestra de ello es el poema del encuentro amoroso y caníbal entre Adán y Eva que acabamos de leer, pero también otros muchos como “Cangrejos de río” (21,2):
Como confía el hombre en la ternura
confía el animal en la caricia:
es hipnótico el dedo
que se amansa en el dorso monstruoso
del cangrejo elegido
para jugar a dueño del destino
y esquivando la furia de la pinza
acuna la cabeza colosal
hasta que el miedo al fin se desvanece.
o “Stabat Mater” (80), por citar sólo un par de ellos.
Me alimento de sangre. Otras edades
me otorgarán la forma de un pelícano
y mis crías aprenderán el rito
de fecundar la tierra con su muerte.
Morirán en mi nombre, ad maiorem
Dei gloriam. Pero tú no comprendes.
“La causa, mi alma”, comenzaba el monólogo de Otelo al acercarse a asesinar a su Desdémona. En la causa del alma asaeteada como la de un “San Sebastián” se atrincheran, me parece, las máscaras que emplea Regino para, en otra sublime paradoja, desnudarse. Los mitos del Minotauro o de Jonás y la Ballena son dos de los múltiples ejemplos que podríamos traer aquí. Lo que el exterior, la convención, percibe como monstruoso desde fuera, exhibe otra textura en las paredes interiores. De nuevo veo el arco que traza Butes al saltar desde su nave, contraviniendo el sosiego social emanado de la lira complaciente de Orfeo. Los malos no siempre son tan malos, la verdad no siempre tan certera, los humanos no siempre tan humanos. Leo dos fragmentos donde esto se aprecia: “Minotauro” (27):
Después de un año de soledad comienza
la cacería. Ya se ha cumplido el tiempo
que adivinaba mi sueño. Oigo los pasos
arrogantes y desnudos de otro príncipe.
Se llama Teseo.
y “Nínive” (44-45):
Podría preguntarme, si me hablara
la ballena, cómo ha llegado un hombre
despojado y rebelde hasta su cárcel
de aliento ensimismado y grandes huesos
(los cetáceos no leen, desconocen
el Libro de Jonás, las tradiciones
hebreas, las Sagradas Escrituras,
los fantásticos cuentos con que explican
sacerdotes, chamanes, abuelitas
y locos la fragilidad del mundo).
Podría preguntarme cuánto tiempo
ha de tardar mi furia en disolverse
y alimentar su sangre cavernosa,
quién de los dos complacerá a Charles Darwin
adaptándose al nuevo desafío:
la ballena voraz o el hombre larva.
Me gustaría igualmente llamar la atención sobre otro asunto. Y es que el empleo casi constante del mito o de referencias literarias y artísticas en el poemario de Regino Mateo está absolutamente desprovisto de una yerma ambición culturalista. Decía Auden que los seres humanos necesitamos el mito para poder identificarlo y destruirlo y reinventarlo y así tener sentido como hombres, y eso es lo que hace aquí Regino. Por eso, junto al dorado esplendor de Nínive o Monteverdi o Aquiles o Ícaro o Teseo aparecen la aterrorizada Tippi Hedren o los furiosos Sex Pistols o el calcinado campo de Buchenwald o el silencioso Cuatro minutos y treinta y tres segundos de John Cage.
En La Mirada Caliza hay otras muchas cosas, claro, de las que podríamos hablar durante horas: la música, el amor, el deseo, la muerte, la soledad, el frío. Pero siempre he pensado que el destino natural de los libros es ser leídos, explorados por el lector, no destripados por el exégeta de turno. Por tanto, voy a ir terminando ya.
“La causa, mi alma”. El salto de Butes no es un salto ingenuo, impulsivo, sin dolor. En su salto, Regino Mateo es consciente del riesgo, del golpe, de la decepción de quienes nos ven caer. Y terriblemente lo expone en su poema final, “Stabat Mater”, que un día me hizo llorar y que me dedica en este libro, siendo además su colofón. Le invito a que él mismo lo lea. Ya mi tiempo terminó. Es el suyo.
5 comentarios:
Pedazo de amigo y pedazo de libro.
Besos, queridísimo.
Buen libro. Felicidades.
Muchas gracias a los dos :)
Simplemente, enhorabuena...
http://youtu.be/aip3836VtZ0
Deseando leerlo y excucharlo ya... "suena" precioso :-))
Publicar un comentario