martes, febrero 03, 2015

LA CRUELDAD DE LA ESFINGE


No, claro que no. La esfinge monstruosa que planteaba interrogantes letales a los viajeros por las cercanías de Tebas, las esfinges poderosas que guardaban los accesos a las tumbas faraónicas o protegían fieras las murallas asirias no portaban la piedad entre sus atributos. A las esfinges nunca les tembló la garra al atacar al impío, al peregrino, al atrevido. Y fue precisamente esa crueldad esencial la que las preservó en la memoria del mito.

Recuerdo el frío cuando Ken Loach en Ladybird, Ladybird nos narraba el poder impasible de esa esfinge moderna que es la administración (en el caso de la película inglesa los servicios sociales frente a una madre estigmatizada por un ordenador), una administración que tampoco sabe de la piedad, cuyas garras tampoco tiemblan, que no sabe de personas sino de números, una esfinge atroz y alerta que dice operar por el bien de los ciudadanos y por ese supuesto bien los arrodilla y violenta sin atender más razones que la de la ley hecha letra que con sangre entra.

Escribo poco ya de este Santander que se hizo imposible. Pero en estos días siento la necesidad de vencer el abandono del blog y de escribir sobre la esfinge santanderina, hecha carne de alcalde. El alcalde que llamó canalla al portavoz de la oposición por recordar que en el Cabildo de Arriba había un abandono culpable y muchos avisos antes del derrumbe que se llevó tres vidas por delante y con esa palabra, canalla, pareció conjurar las responsabilidades de la esfinge inoperante que se gastó los dineros del Urban en el hoy abandonado Parque del Agua y que no ejerció sus funciones de control urbanístico. Poco me importa que ese alcalde se llamara Juan, Manuel, Gonzalo o Íñigo, variantes todos de un sólo PP verdadero y al parecer eterno en esta ciudad resistente a cualquier cambio. La esfinge que no dudaba en desahuciar a mujeres discapacitadas, impedidas y postradas en su cama, y en retrasar los pagos larguísimos meses de penuria para la familia, la que además amenazaba cuando la denuncia de los pobres se hacía grito y aparecía en los medios de comunicación nacionales. La esfinge indiferente ante el fuego que consumió las viviendas de Tetuán y dejó en la calle desamparadas, sin nada (qué terrible destrucción la del fuego que arrasa con nuestros objetos buena parte de nuestra memoria, buena parte de quienes fuimos y somos). La esfinge que impide por extraños intereses y quisicosas procedimentales obras que hubieran sido trabajo y bienestar para tanta gente. La esfinge que desahucia y que expropia con condiciones insuficientes, ajena al dolor del desarraigo, al de la impotencia, al de la insuficiencia. La esfinge que se sacude el hambre de los niños como quien se quita una pelusilla del hombro. La esfinge.

No hace falta retroceder demasiado en el tiempo para recordar a la esfinge, al alcalde que ante la propuesta del PSOE de mantener abiertos los comedores escolares en los períodos vacacionales ante la denuncia de tantos directores y profesores de la malnutrición que hoy afecta a tantos niños no cae en la obscenidad del presidente madrileño pero se le acerca peligrosamente al decir que "no hay niños en riesgo de exclusión en Santander" y en todo caso "pueden apuntarse al programa del Veranuco porque hay unas pocas plazas gratuitas" (como si con comer una semana los niños fueran a saciarse del hambre de todo un verano, como si unas pocas plazas graciosamente concedidas con gesto de benéfica y caritativa dama pudiera siquiera paliar la injusticia). No hace falta escuchar con demasiada atención para percibir sus argumentos "no es un desahucio, es una expropiación", "hay justiprecio ratificado por los tribunales" que no dejan de ser tan reales como fríos, inhumanos y cortantes en el caso de Amparo y de anticipar los que por lo visto se aproximan en la zona de Prado San Roque. Contra familias humildes que no pueden obtener un crédito de los bancos-esfinge cuya avaricia e ineficacia hemos salvado mal que nos pese entre todos, familias a las que se expulsa de su hábitat, de su barrio, de su gente, de sus costumbre, de su memoria, de su vida sin escucharles, sin que una mínima brizna de humanidad obligue a la esfinge a solucionar primero el relajamiento antes de quebrantar con las excavadoras paz, sueños y vidas.

Al fin y al cabo los números ni sienten ni padecen, la administración continúa su camino sin salpicaduras ni llantos, la esfinge recibe una y otra vez los votos de sus sometidos, quizá prisioneros de un extraño síndrome de Estocolmo, quizá temerosos de un mañana en el que un atisbo de humanidad libere a la esfinge de su alma pétrea y se le caigan las garras y deje de contar estadísticas para contemplar rostros. 

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