
No parecía muy prometedor un artículo en el diario El País donde un redactor llama, en las páginas de cultura, "banda" a una orquesta sinfónica y califica de "sinfonías" a las bandas sonoras. Pero tampoco íbamos a dejar que la impericia, la desidia o simplemente la ignorancia fueran a amargarnos la fiesta.
Me emocionan las noticias que de tanto en tanto llegan sobre la capacidad redentora de la cultura. Los programas en los que la poesía sirve para rescatar a niños de la calle en Calcuta, los que reivindican la identidad de las comunidades a través de la puesta en valor de su trabajo artesanal, el desarrollo de las bibliotecas populares como motores de crecimiento personal y soporte social y hasta alimentario para los más desfavorecidos. Y por supuesto, la música, el lenguaje universal, esa abstracción de las emociones que rompe tantas barreras y tantas veces nos salva.
Han llegado a hacerse justamente populares las escuelas de música y la red de orquestas bolivarianas, que han permitido que la a veces denostada por aburrida o elitista "música clásica" se convierta para miles ya de chicos y chicas de los barrios y comunidades más desfavorecidos de Venezuela una opción profesional y hasta una escala hacia el prestigio internacional que hoy reconoce a personas como Gustavo Dudamel. El modelo existe también en Ecuador y Brasil. Y en estos días algunas ciudades españolas tendrán el privilegio de escuchar a la Orquesta Sinfónica Joven de Goiás. Y podrán comprobar in situ la alegría, la emoción y el futuro lleno de luz que espera en las manos, los pulmones, la vida de chicos y chicas nacidos para la exclusión y redimidos por la música que salva.
Qué gran ejemplo para este país sí todavía opulento, en el que tanto dinero se ha derrochado y estafado en nombre de una supuesta defensa de la cultura. En esta ciudad y esta región en las que los dinerales tirados en eventos absurdos y sin rumbo no han servido para generar el más mínimo eco social y nos mantienen como indigentes musicales. En la que a pesar de la falta de seriedad y de atención de las instituciones públicas, la seriedad de algunos docentes y el esfuerzo y talento de algunos estudiantes, el apostolado de algunos directores de coro, profesores, intérpretes, contra todo y contra todos, alientan algo de esperanza. Qué gran ejemplo para recordarnos que actividades consideradas menores como el deporte o la cultura son más eficaces que las intrigas y especulaciones del FMI o el BCE y sus manos oscuras para la integración y promoción social, para que nazca sin límites ni miedos ni fronteras ese futuro que sólo en la energía furiosa y optimista que se afirma en la belleza podrá, puede, ser cierto.