
Somos nuestra memoria. Estamos hechos de pequeñas briznas de felicidad y de tristeza, de experiencias y sueños que se fueron haciendo nosotros a lo largo del camino.
Vivíamos en Reinosa, en un quinto piso en plena calle mayor, la que había crecido a las orillas del viejo Camino Real que en su momento uniera la Castilla palentina con los puertos cantábricos. Un mirador céntrico y perfecto para asomar la pequeña nariz entre las ventanas y observar desde lo alto, resguardados de la helada, el ir y venir de los marceros.
Qué poco hace falta para la fiesta cuando se es niño, qué noche tan especial, casi como la de Reyes o la de las carrozas de San Mateo, qué nervios los que pasábamos apostando qué cuadrilla, qué ronda, se pararía en nuestro portal, acertaría con algún timbre hospitalario e iniciaría el recorrido por nuestra escalera ("Marzo florido, seas bienvenido"). Y más nervios cuando ya escuchabas la música ante la puerta de los vecinos del primero, del segundo ... y te preguntabas si tendrían resuello para llegar hasta el quinto. Un quinto que a muchas rondas resultaba demasiado lejano, y eso a pesar de que mis padres, siempre generosos con las tradiciones, tenían por costumbre una más que buena propina para los cantores arriesgados.
Supongo que saldríamos con aquellas viejas batas de cuadros rojos y negros, con la cara asombrada y hambrienta de música, con la mirada inocente de quienes apenas comienzan a descubrir el mundo. Y que reiríamos con las ocurrencias de mi padre, siempre bromista, que sorprendía a alguna de las rondas con una cesta de huevos y unos chorizos en vez del dinerillo que, ya eran tiempos modernos, los mozos esperaban. Y luego entre risas desfacía el entuerto.
Más tarde saldría a cantar con el grupo de marzas de mi colegio, del Antares. Cantaban siempre los de octavo, los del último curso, que conseguían así unas buenas pesetas para el viaje de fin de curso. Pero como uno fue tempranero en la música y desde bien peque formaba parte de la pequeña y no mala agrupación musical que el querido Don Ramón formó en el colegio, desde los diez años me tocó salir para darle un pequeño soporte instrumental a los cantantes mayores. Y hasta uno o dos años después de terminar el colegio continué con la tradición. Uff, cinco o seis años de marzas, con el uniforme del jersey azul, la camisa blanca y la corbata roja, con la guitarra o el laúd, con mucho mucho frío y la mayor parte de los años bastante o mucha mucha nieve.
Y aquel primer año, tan especial, en el que cantamos marzas para Sergio y Estíbaliz, que habían cantado en el Vejo y a los que esperamos en el recibidor del hotel, y que nos agradecieron el regalo con unas francas y abiertas sonrisas. Y un par de billetes. Sí, el mismo año en el que irían a Eurovisión con el "Tú volverás".
Somos lo que recordamos. Somos también esa vieja tradición de las marzas, que ya perdía el fuelle de la fratría masculina pero que recobraba un vigor que no ha perdido desde entonces. Esa vieja tradición que no pude compartir con Leo, que no llegó nunca a ser parte del nosotros. Pero que sigo recordando cuando la última noche de febrero me asomo a la ventana, husmeo el frío, y en este Santander de silencio sueño con escuchar cómo se acerca por la calle una ronda, buscando portales y públicos para empezar otra vez con la pregunta tal vez milenaria, "¿Dan marzas?" perdiéndose en la niebla de sus propios ecos.