La elección era suya: podía marcharse con dignidad o podía organizar uno de esos melodramas que tanto le gustan, movilizando masas “espontáneas” que le aclamaran al tiempo que gritaban a los responsables últimos de su cesantía, movilizando opinadores pejinos o directamente interesados en los foros de Internet, revolverse panza arriba e incorporar un par de dislates a la larga suma de “nadie podrá hacer algo diferente con el Festival”, “¿Retirarme? Yo no soy torero”, “Vamos a seguir ahora que somos jóvenes”, “¿Proyecto artístico? Ser el Director del Festival durante más de la mitad de su existencia” y ese largo etcétera que nos ha hecho siempre públicas la vanidad y el descaro de ese Fraile Infinito que de pronto se tornó Finito.
Eligió, como era previsible, la segunda opción. Mostrar su rabieta, hacer patente su disgusto y tratar de frenar el golpe con las viejas mañas que hasta ahora tan buenos resultados le habían dado. Unas mañas que de nada le han servido ya porque, como reza el tradicional adagio, “Se puede engañar a unos pocos mucho tiempo; se puede engañar a muchos un poco de tiempo. Pero no se puede engañar a todos todo el tiempo”.
No queremos ser injustos. En esa historia tan larga, interminable, de degradación constante, al frente del que había sido el gran escaparate cultural de Santander hubo algunos haberes notables, sobre todo al principio. Un repunte del interés, una actualización de los contenidos, una reivindicación de compositores y obras que habían estado tradicionalmente fuera de los circuitos hispanos. Pero muy pronto la vanidad y la verdadera vocación del personaje, la de bon vivant , redujo su mirada a una larga sucesión de viajes, hoteles de lujo, privilegios y bolsas repletas. A un mundo que sin duda no le correspondía y que pronto quiso eterno, porque ¿para qué aguardar otros paraísos si lo había encontrado ya en la tierra?
Pronto se iniciaron transformaciones del Festival más que discutibles, como esa obsesión enfermiza por la ópera que acabó por descabalar todo presupuesto sensato, por rellenar la programación de veladas kitsch dedicadas a repetir y repetir hasta la saciedad coros, arias y dúos de ópera en vez de apostar por contenidos serios y por engarzar al Festival de Santander en una red de intereses y bolos muy lucrativa para tanta gente. Pronto la repetición ad nauseam de intérpretes y contenidos, rizando el rizo en la repetición de obras en años sucesivos que ha ocurrido con, por ejemplo, la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak o con la Muerte de Isolda de Wagner. Pronto la programación a rebufo de otras, la disculpa de los homenajes que en realidad nunca lo fueron. Pronto el desatino en la gestión que empujó al Festival por el negro pozo de la deuda y que, me temo, ha sido el detonante principal de un cese anunciado ya desde hace tiempo. Pronto, en fin, la cima de la irrelevancia, la desaparición de cualquier referencia a nuestro antaño gran evento artístico en los medios nacionales.
Tuvo Infinito-Finito una oportunidad de oro para terminar. Con el pabellón a media asta pero con cierta imagen positiva entre políticos y ciudadanía en general, a pesar de que en los círculos de aficionados ya el nombre resultaba banal y molesto. Fue cuando cumplió 25 años al frente de la casa, una cifra redonda en un año redondo. Pero no supo renunciar a la gran vida, continuó prisionero de la importancia que se otorgaba a sí mismo y prefirió empujar al Festival Internacional de Santander hacia el abismo.
No a todos todo el tiempo. Llegó el momento de que alguno de los responsables políticos, esos que durante años miraron hacia otro lado y consintieron porque ¿de cuándo acá les ha interesado la cultura, de cuándo acá se han preocupado por la música, la danza, el teatro?, se hiciera eco no solo del malestar que era ya clamor, sino de la más que ineficaz gestión de los recursos públicos y la incapacidad absoluta para obtener réditos artísticos o siquiera turísticos. Y ese alguien entiendo que fue el Alcalde de Santander, Íñigo de la Serna, por más que los foros se hayan cebado con el Opus y con Serna.
En el Año del Señor de 2012, Fray Infinito se nos volvió Finito y se nos dedicó a viajar de medio en medio y de calle en calle con expresión tan doliente como impostada, a la manera del Ecce Homo de Borja recién “restaurado”. Se abren ahora, pues, tantos interrogantes como esperanzas, tantas dudas como posibilidades. El sueño, en suma, de que el Festival Internacional de Santander pueda, con más o con menos recursos, pero con ilusión, con nervio, con mirada al futuro, ser por fin un programa digno, ambicioso, grande.
En cuanto al personaje, como cuentan que dijo un sacerdote veneciano al enterarse de que el que fue Juan XXIII dejaba el Patriarcado de Venecia para ocupar la silla de San Pedro … “Tanto bien lleve como paz deja”.