Uno pasa demasiado tiempo solo en su vida real, qué le vamos a hacer. Y como un reflejo, imagino, uno pasa mucho tiempo acompañándose a uno mismo desde diversas estrategias. Pero también busca compañía cotidiana a través de la magia diabólica de las redes sociales, donde uno, que no deja pasar oportunidad de enredar y discutir, se encuentra a veces con debates y afirmaciones que considera injustos, dolorosos y hasta insultantes.
He elegido para este artículo una imagen para mí terrible: una mujer violada con una especial brutalidad por ser lesbiana y para que deje de serlo. Una práctica común en varios países de África, en especial en la República Sudafricana, bajo el nombre de "violación correctiva". Y me pregunto si no estaré cometiendo un exceso mostrando la lesbofobia socialmente asentada en Sudáfrica, puesto que Sudáfrica es un país de mayoría cristiana (reformada, en este caso). Porque según he leído estos días en las redes, los activistas lgtb somos unos miserables y unos cobardes que no nos atreveremos con el Islam y por eso atacamos sólo a los cristianos, que por lo visto ponen siempre la otra mejilla y son dulces ovejitas cargadas de amorosas y lanosas intenciones. No contentos con nuestra cobardía, al parecer si alguien nos recrimina que nunca hablamos de la homofobia del Islam respondemos que es su tradición y por eso hay que respetarla. Y es que mira que hay que ser malo para no reconocer que la violación correctiva es otra adorable tradición, tan respetable como cualquiera, faltaría más.
El caso es que uno, que desde su insignificancia casi absoluta y su dispersión magna entre temas y preocupaciones varios se atrevería a definirse como activista, e incluso como activista lgtb, intenta recordar cuándo ha dicho semejantes barbaridades, cuándo ha justificado o eludido la homofobia de los países islámicos y no hay manera, que no se acuerda. Intenta recordar cuándo lo ha leído o escuchado en tantos amigos y amigas que dedican parte de su tiempo a la defensa de la dignidad de las personas lesbianas, transexuales, bisexuales o gays y tampoco es capaz de encontrar un solo silencio, un solo disparate. Por supuesto, uno entonces pide pruebas, uno quiere saber. Pero nada, ante la petición de pruebas las respuestas son solamente dos: o el silencio o el demoledor "si no lo quieres ver no lo veas".
Será que los años me acercan a la demencia senil, supongo, o me tienen más despistado y chocho que de costumbre. Pero intento otro ejercicio de memoria y resulta que ahí los recuerdos funcionan bastante bien. En esos datos recuerdo informes y más informes de organizaciones nacionales e internacionales dedicadas a los derechos humanos y/o a los de las personas lgtb específicamente y en ellos, cuando de homofobia se trata, se denuncia la de tirios y la de troyanos, la de cristianos y la de islamistas, la del norte y la del sur, la de oriente y la de occidente, la de los blancos y la de los negros, la de las izquierdas y la de las derechas, la de los comunistas y la de los liberales, la de los cardenales y la de los imanes. Porque se denuncian la violencia, la discriminación, el odio contra quienes amamos de otra manera.
En ese mismo ejercicio de memoria, recuerdo mis propias denuncias en redes, en bancos de firmas, en la calle, y las iniciativas promovidas desde mis perfiles y blog para hacer presentes a los países de la homofobia que no queremos estar callados. Y entre esas iniciativas recuerdo Los jueves por Nemat (hacia las embajadas de Irán, musulmán) y Los lunes un Arco Iris por Rusia (contra las embajadas de Rusia, cristiana), sirvan sólo a título de ejemplo. Recuerdo haberme sentido muy contento en esos procesos por ver a mucha gente a mi lado, a muchos activistas preocupados por la situación de las personas transexuales, de los gays, de las lesbianas en cualquier parte del mundo, de cualquier condición, haber visto a mucha buena gente, a muchos activistas, volcándose en sus pequeños espacios de actuación. Pero también me he sentido siempre muy solo, he echado de menos la implicación de algunos activistas, de algunas organizaciones, sobre todo de muchos amigos, y por encima de todo la de muchas personas que deberían sentirse directamente interpeladas por estas causas.
El caso es que he aprendido a no preguntar a nadie por qué no es capaz de poner una firma, de enviar un mail, de llamar por teléfono, de difundir una publicación, de hacerse una foto, de lucir una escarapela. No, ya no pregunto a nadie, ya no cuestiono a nadie. Cada uno es hijo de sus actos y de sus convicciones. Pero me duele, mucho, y hace que a veces me sienta insultado cuando quienes nunca han estado presentes en esas luchas critican de forma tan amarga como la que he expuesto, y tan falsa, las luchas que sí han sido mías y de muchos más.
No os espero, me gustaría teneros cerca pero sé que no vais a estar. Sé que me diréis que lucháis a vuestro modo, y a lo mejor es verdad, o que lo que pasa es que yo soy un rollo. Lo respeto. No os he preguntado y casi preferiría que no buscarais excusas. Pero, por favor, dejad que los demás hagamos lo que consideramos digno e importante. Si lo hacemos bien o mal será nuestro problema y nuestra responsabilidad. Pero si no vais a ayudarnos, si no consideráis que nuestras guerras sean dignas de vuestro precioso tiempo, por favor dejadnos tranquilos. Y sobre todo, sobre todo, no mintáis, no compréis los manidos y falsos argumentos de Intereconomía, de HazteOír y de otras multinacionales de la homofobia que no dudarían un segundo en aplastaros si pudieran. Porque cada vez que apagáis las voces de quienes sí luchan, dais alas a la homofobia. Y la homofobia cuesta vidas. En Mauritania (musulmana) y en Uganda (católica).