
Hoy es 17 de mayo. Una fecha que entre otras efemérides se ha abierto paso en el calendario como Día Internacional contra la homofobia, la lesbofobia, la transfobia y la bifobia. El día para recordar cuánto queda por hacer en el plano nacional y sobre todo en el internacional para que un día por fin el arco iris pueda desplegarse para llenar de belleza todos los cielos, todos los ojos, y ayudar a enjugar todas las lágrimas. El día para denunciar todavía con más fuerza, más alto, a quienes hacen de su prejuicio grito, homilía, insulto o golpe, a quienes trabajan cada día para arrebatarnos nuestros derechos y nuestra dignidad y que serían felices relegándonos a un ghetto físico o al menos legal que les permitiera salvar su necesidad de sentirse superiores a nosotros.
Son muchas las campañas y tristemente las realidades que nos recuerdan cada día que la homofobia mata, que los discursos encendidos contra la igualdad animan a los puños, los puñales y las ejecuciones a actuar en el nombre de no sé qué dios o qué dioses. Pero hoy quiero contar en el blog cómo la homofobia duele.
Cómo la homofobia duele aunque no llegue a matar, aunque acabe el dolor por apaciguarse o por formar parte de nosotros como una pregunta sin respuestas posibles o una queja apagada que latirá siempre en nuestro corazón. Aunque no haya cumplido su función de provocar el suicidio durante la adolescencia, aunque no haya sido capaz de atarnos en el interior de la vergüenza, aunque no haya sabido callarnos. Pero sigue doliendo.
No, no me refiero a ese adolescente brutal y matón que después de un debate en una televisión local te llama maricón por la calle, ni de los padres de una amiga que de pronto dejan de saludarte, ni del viejo absurdo que va a tu trabajo a preguntarle a tu jefe si tú eres de los raritos que dan o de los que toman. Porque nada te importan. Y el mismo día que decidiste levantar la cabeza lo hiciste para mirar por encima de ellos, sin verlos, sin mirarlos. No. La homofobia duele cuando la encuentras cerca, cuando la descubres en el silencio, en la vergüenza, en la ira, en las palabras cortantes, en la fría distancia de personas que te importan y que a pesar de todo no puedes apartar de tu afecto y que por eso te seguirán doliendo y doliendo.
Hace ahora siete meses falleció Leo, mi Leo, alguien que dio sentido a mi vida (fragmento de un poema inacabado de Raymond Carver, esbozado poco antes de su muerte: "¿Conseguiste aquello que / querías de la vida? / Lo conseguí, sí. / ¿Y qué es lo que querías? / Considerarme amado. Sentirme / amado en esta tierra. ). Alguien por el que sigo sintiendo tanto amor y me sigue dejando deshabitado día tras día. Falleció de cáncer, un cáncer fulminante que nos tuvo meses atados a la enfermedad y que le fue comiendo hasta extinguir su fuerza, sin poder apagar nunca sus infinitas ganas de vivir, su fuego, su bondad y su alegría.
Recibí tanto amor, tanto afecto en esos días que sigo sin creérmelo del todo, sin convencerme de merecer tanto. Pero también pude vivir esa homofobia pequeña y cercana que te deja herido y que jamás podrás explicarte. Cierto que yo fracasé en hacer cotidiano a Leo para algunos de mis entornos, esos en los que ya había recibido suficientes pruebas de que no iban a aceptarlo y que de una forma o de otra le harían sufrir. Pero a pesar de todo, ¿cuántas personas de mi familia, cuántos "amigos" fueron incapaces de acudir a su funeral o de siquiera dar señales de vida y una palmadita en la espalda? ¿Cuántas vacilaron y casi escribieron una tesis doctoral evaluando si debían ir o no? ¿Cuántas se ocultaron para no tener que ver, oír, decir?
Una frase repetida con ligeras variantes en varias bocas, algunas muy importantes para mí, resume sentimientos y actitudes en ese 27 de octubre. "¿Cáncer, dices? Ya habrá sido sida o una de esas cosas que pillan los maricones".
Sí, la homofobia mata muchas veces. Otras, simplemente, duele.
Ojalá nunca más una persona tenga que llorar tanto sólo por amar diferente. Ojalá que este 17 de mayo pudiera servir para que el arco iris y la luz brillaran para todos.
