Hablo con Arkaitz de tarde en tarde. Por teléfono o messenger. No suele pasar de un qué tal estás y un par de breves comentarios sobre salud, trabajo, familia y pronto un gero arte o un agur. En diciembre le envié una Antología de los Premios de Poesía Joven José Hierro publicada por el Ayuntamiento de Santander y coordinada por Ana de la Robla, junto con el último número de la revista gaditana de poesía Revistatlántica, donde de nuevo aparece Ana como coordinadora de una sección titulada Cuatro Poetas Cántabros. En la Antología está mi poema Orvieto y en Revistatlántica, entre otros, Juegos funerarios. Dos poemas que mucho tiempo después trataban de evocar el principio y el final, el primer beso y el adiós. El amor y la muerte: Lander.
Arkaitz, su hermano pequeño, es mi único enlace ya con el mundo de Lander.
Al mediodía abrí el buzón de casa y encontré una carta inesperada. Arkaitz comentaba que le habían gustado los poemas, me decía también que su madre se había emocionado leyéndolos, y me enviaba la copia de tres fotos de Lander: una de chaval y las otras dos un poco anteriores al maldito accidente. Me decía también que entraba en este blog de vez en cuando, decía que a veces pensaba que si el Santander posible hubiera nacido hace unos años, tal vez hubiera escrito aquí algunas cosas tiernas sobre Lander. Que a él le hubiera gustado ese pequeño homenaje.
Pero, ¿qué hubiera escrito?
Tal vez hubiera contado que se reía siempre, a todas horas. Y que cuando se reía le brillaban los ojos grandes y oscuros. Y que hacía el payaso sin parar y se burlaba de mí susurrando barbaridades en euskara a mi oído, como si estuviera recitando el más hermoso poema de amor. Y luego me besaba, me llamaba idiota y decía despacito, muy despacito, "Maite zaitut".
O hubiera recordado cómo nos conocimos en Gasteiz, donde estudiaba Filología Hispánica, después de una lectura de mis poemas en un centro cultural. Cómo se acercó para comentar algunas cosas que le habían llamado la atención, y acabamos paseando durante horas por la noche de una ciudad llena de un frío.
El viaje juntos a Italia un par de meses después. Donde de pronto nos besamos y esa mujer (real) de la que hablo en Orvieto bendijo nuestro amor hasta la muerte.
Podría hablar de un año largo y feliz. Un año de fines de semana mágicos y telefonazos interminables. Un año de libros compartidos, de manos entrelazadas, de sueños vivos.
Podría escucharle con los ojos cerrados, junto al Peine del Viento, con una guitarra intentando enseñarme esta canción que casi le arrancaba lágrimas
O tal vez de nuevo mi memoria se bloquearía en el verano del accidente. Recordaría las dos cajas de ropa y objetos personales que me había enviado dos días antes por SEUR para iniciar la mudanza. Recordaría sus planes, después de terminar la carrera, de venir a vivir conmigo y preparar en Santander sus oposiciones de Medias o un postgrado en Español para Extranjeros. Recordaría que le gustaba la velocidad, cómo explicaba que sobre su moto se sentía un dios antiguo cabalgando sobre el fuego. Recordaría una llamada de teléfono el 27 de agosto de 2002. Una llamada de Arkaitz para decir que camino de Santander, a la altura de Donostia, Lander se había matado.
Podría recordar que era encantador, euskaldún, simpático, inteligente, guapísimo, deportista, positivo, cariñoso, cercano, ardiente, generoso, solidario, loco, rebelde, manipulador, culto, comilón, viajero, curioso, sorprendente.
Podría recordar que me sentí culpable, porque la noche anterior me había dicho que pisaría a fondo para abrazarme antes. Podría recordar que dolió tanto que tardé casi cuatro años en poder hablar de él con mis amigos o escribirle siquiera unos malditos versos.
No sé qué podría escribir, Arkaitz, para sacar del corazón todo lo que todavía le quiero. Pero tienes razón: a él le hubiera gustado saberlo.