miércoles, marzo 17, 2021

EL AÑO DE LAS MÁSCARAS


 
Era viernes y trece. 

Apenas hacía unos días, nos habíamos reunido mis hermanos y yo con mi madre para celebrar su cumpleaños. 

Apenas hacía unos días, mi querida Isabel había cumplido ¡por fin! su sueño de ser madre, y la pequeña Isabel aprendía a respirar los aires del Cantábrico.

Apenas hacía unos días, se materializaba mi reingreso como funcionario en el ayuntamiento de Santander, y comenzaba a terminar un tiempo oscuro en el que dejé de creer en las instituciones y en la justicia. Un tiempo del que llegué a pensar que era el bache definitivo, que no tenía salida.

Cuando me subí al autobús, de camino al trabajo, con las últimas noticias que confirmaban el cierre de los colegios y apuntaban a que habría un confinamiento como el de Italia, no sabía que me encontraría el Centro Cultural Fernando Ateca cerrado, que ya habían llegado las instrucciones del ayuntamiento para cerrar todos los servicios no esenciales y que tendría que regresar, un poco desconcertado, a casa para recibir la última noticia, en la madrugada del sábado al domingo se iniciaría un confinamiento que, en principio, duraría un par de semanas. 

Con la mirada hacia estos doce meses transcurridos desde entonces y la mascarilla puesta, mientras celebro que hoy en Cantabria el toque de queda pasa a las 23:00 y por fin tras muchos meses mis perros podrán tener su paseo nocturno en condiciones, hay tiempo para muchas reflexiones.

Dios aprieta pero no ahoga. Estoy convencido de que me salvé por solo tres semanas. Si los trámites se hubieran retrasado todavía más, es así de duro, y el confinamiento me hubiera llegado en las condiciones de abandono en que los incumplimientos y la indecencia de la Sociedad Regional de Educación, Cultura y Deporte,  el consejero de Cultura, el gobierno de Cantabria y algunos jueces y funcionarios de los que me sigue sorprendiendo que hubieran aprobado el primer curso de Derecho me habían dejado, hoy, simplemente, no estaría vivo.

Aunque solo fuera por eso, por ese regreso a la vida, tendría que contarme, como me cuento, entre esos españoles raros que al pasar revista concluyen que la experiencia del confinamiento y posteriores restricciones ha sido positiva. 

Y es que 2020 fue, con todo, el año de la calma. Regresar a la vida, dejar de llorar, volver a comandar la nave y a sostener el timón fue importante. Fue importante también la superación de la derrota, el momento de volver a caminar, que se plasmó en la recuperación de planes y proyectos aplazados. 

He cocinado mucho, y pulido recetas que todavía no me acababan de salir. He pasado mucho, muchísimo tiempo con mis perros y mis gatas, en estos tiempos en que todos ellos, Gin, Gelo, Tiberio y Miércoles, andan en días de descuento, con demasiados años a cuestas, y agradezco la lentitud y la ternura que el 20 me dejó para disfrutar de su compañía. He leído bastante. He escrito algo, menos de lo esperado, porque la cabeza no estaba para novelas, pero Cuando fuimos silencio ha dado un salto cuantitativo importante. He visto muchas series y muchas películas. He echado de menos no haberme llevado todavía el piano familiar a casa, porque hubiera tenido la posibilidad de recuperar dedos y volver a asesinar a Mozart con cierta soltura. He quitado mucha basura y mucho trasto de mi casa, también de mi vida. He echado de menos más que siempre y tanto como nunca a Leo, y es que me imagino que las pandemias se pasen mejor a dos bandas. He vuelto a la disciplina académica, y he iniciado la nueva temporada del grado en Lengua y Literatura Españolas con una matrícula de honor que quería sacar, en Estilística y Métrica. He enredado por las redes sociales. He dormido, paseado, he echado de menos a la familia y a los amigos, he guardado muchos silencios, he escuchado mucha música, he celebrado con alegría los pocos encuentros y celebraciones familiares, me he sentido fuerte incluso cuando por vez primera he tenido que aprender a estar solo en Nochebuena y Nochevieja. Me he sentido bien.

Hacia fuera, sin embargo, justo allí donde nos decían que íbamos a ser mejores, he sentido una degradación, una ira, un descontrol fuera de parangón reciente. Me espanta cada día más lo que veo y escucho en las instituciones, los discursos de odio que se filtran de manera constante y nos van cubriendo de miseria y porquería moral. Me duele la transfobia, que de pronto ha ocupado un espacio central del discurso social y político; me aterra el servilismo de los medios de comunicación y su blanqueamiento constante de las peores actitudes y valores. Me asusta poner la radio los miércoles para escuchar, durante solo diez minutos, rara vez aguanto más, la llamada sesión de control del Congreso, insulto y sinrazón contra insulto y sinrazón en un espectáculo indecoroso que ya no soy capaz de soportar. Me cansan el ruido vocinglero y los populismos demagógicos de diestra, de siniestra y hasta de extremo centro. Me preocupa y me lastima la constatación de un cierto fracaso de mi país como tal país, un país que es incapaz de ofrecer no ya futuro sino siquiera presente a los jóvenes y que abandona a tantos a los lados del camino. El de los patriotas de pacotilla que se exaltan gritando vivas a la bandera y más vivas a una familia real que no se lo merece, pero que hacen trampas y más trampas, que esquivan sus impuestos, que se niegan a contribuir al proyecto común ni personal ni económicamente, que llenan de barro hediondo todo suelo que pisan porque es el único escenario en el que sus malas artes pueden tener sentido y éxito.

Los gritos histéricos y los silencios calmados. El afuera y el adentro del año de las máscaras.

Y el cansancio ya importante, la necesidad de que este tiempo enfermo por fin acabe y podamos recuperar (¿sabremos?) los abrazos y las risas.

2 comentarios:

maria gemma dijo...

Como siempre un placer leer tus reflexiones, recuerdos... Un abrazo

maria gemma dijo...

Como siempre un placer leer tus reflexiones, recuerdos... Un abrazo

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