domingo, diciembre 12, 2010

LA DIMENSIÓN HUMANA DE LA MÚSICA: UN PEQUEÑO RECUERDO PARA MIGUEL ÁNGEL SAMPERIO, 10 AÑOS DESPUÉS DE SU MUERTE


Supongo que en mi encuentro personal con la música de Miguel Ángel Samperio pesó mucho más el deslumbramiento del adolescente que se quedó con la boca abierta escuchando la Misa Polifónica en la Parroquia de San Sebastián de Reinosa, tan bien guiada por Carlos Labarta y su Escolanía Salesiana y con los buenos oficios de Jesús Maza. Y a un nivel más pequeño, mucho más íntimo, las oportunidades de vivir desde dentro sus afiladas y certeras armonías, las perfectas estructuras de algunas de sus obras y adaptaciones corales.

Pero fue sobre todo durante mis años en la Universidad cuando tuve la oportunidad de apreciar y descubrir el talento de Miguel Ángel Samperio con los programas de música de cámara que en el Ateneo o sobre todo en la difícil sala en “L” previa a la reforma de la Fundación Marcelino Botín. La mayor parte de las veces con el propio compositor sentado al piano mientras el espacio se iba llenando con el personalísimo sello del Trío, de su Sonata para violonchelo y piano o de su Cuarteto de cuerda. Con el placer añadido de poder escuchar al maestro explicar y analizar las obras antes del concierto y así actuar en la velada como oyente y permanente aprendedor.

Algo latía en su la construcción de su música de la perfección estructural contagiada por su primer gran maestro, Calés Otero. O de la exquisita exploración de timbres y sonoridades aprendida sin duda en las clases con la mítica Nadia Boulanger en el no menos mítico París. Y tal vez entre esos dos ejes deberíamos hacer orbitar su producción camelística para darle un sentido global. Por un lado, una actitud cercana al Neoclasicismo que alejaba su lenguaje de los excesos más radicales de las vanguardias y le incitaba a explorar y reivindicar las arquitecturas formales de la forma sonata, con sus característicos desarrollos bitemáticos en el primer movimiento para abrir scherzos, variaciones, lieder o rondós de aliento formal y serena estabilidad. Por el otro, la aventura del sonido, el camino hacia una expresividad marcada, emocional, que se recreaba en la amplísima paleta de sonidos con la que era capaz de dotar a los instrumentos en diálogo. Sin olvidar ciertos elementos que podríamos considerar más modernistas y que aportaban tensiones sin resolver en el esquema armónico, cierta rudeza báquica y celebrativa de sesgo impresionista en secuencias rítmicas con cierto aroma a danza desenfrenada.

Pero fue más tarde, cuando tuve la fortuna del encuentro personal con Samperio, no frecuente ni íntimo, pero si afectuoso y cercano en las periódicas conversaciones que arrancaron durante las sesiones de aprobación del Estatuto de la Universidad de Cantabria, en las que ambos parlamentábamos en representación de diferentes estamentos, cuando aprendí el verdadero fuego, el amor real que Miguel Ángel Samperio profesaba por la música de cámara. Y es que tal vez carencia de una orquesta o de formaciones profesionales estables de la que adolecía y adolece Cantabria, tal vez su renuncia en un momento determinado al oropel para refugiarse en los amigos y en los alumnos, la dificultad para poder convertir el trabajo y el papel en sonido si de proyectos demasiado ambiciosos se trataba pudieron ser razones para su íntima cercanía con las formas camelísticas. Pero siempre creeré que un hombre dotado para la discusión, para el diálogo, para disfrutar de los pequeños placeres y las pequeñas oportunidades que la vida le iba abriendo tenía necesariamente que enamorarse de la música con dimensión humana, la música que permite el diálogo entre instrumentos y entre intérpretes, que exige comunicación y compenetración perfectas, esa música de cámara que tan extraña se ha hecho ya para programaciones en las que cuenta más el fuego de artificio que la música con alma.

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