viernes, julio 16, 2010

RETRATO DE ABUELA CON ESCAPULARIO


La abuela Rosalina tenía nombre de heroína de Shakespeare y un pelo blanco blanco que solía recogerse en un discreto moño.

Era una mujer apacible, religiosa, conservadora y familiar, que trabajó muchos años regentando el estanco que fijaba la esquina entre Santa Lucía y Lope de Vega. Ese estanco que se convirtió en foco de peregrinación de chicos y grandes cuando en sus años mozos cobró fama de ser una de las mujeres más guapas de Santander. El estanco en el que se salvó por la campana de ser asesinada durante la Guerra Civil. El estanco donde tantas horas de tertulia dejaron tantos paisanos y amigos aficionados a su verbo fácil y a su inteligente ironía. El estanco que se abarrotaba de juguetes y más juguetes en vísperas de Reyes. El estanco al que bajábamos los hermanos durante las vacaciones de verano "para ayudar a la abuela".

Solía vestir de negro, al menos de oscuro, en un luto permanente que comenzaría con la temprana muerte de su hija mayor y más adelante la de su marido, mi abuelo Tomás. Tenía una fe firme y tranquila, lejos de beaterías extremas y exhibicionistas, que concretaba con la participación en un par de asociaciones religiosas, con la recepción periódica en el salón de su casa de la imagen peregrina de la Virgen del Carmen, cuyo templo santanderino estuvo siempre a una manzana del hogar y del estanco, y con la asistencia fiel a las celebraciones de guardar y algunas más, siempre tocada con un velo de blonda que ajustaba con peinetas pequeñas de carey y algunas horquillas oscuras.

La recuerdo vieja, muy vieja, con la piel blanca y arrugada y ese extraño olor amargo de algunas mujeres mayores. Sonreía a menudo y su voz era grave, pausada, tan serena que sus palabras gozaban de ciertos efectos terapéuticos. Recuerdo que antes de comer solía tomar un vasito de lo que llamaba vino rico, quina o málaga, con una galleta o un bizcochito. Que para cenar se preparaba casi siempre una papilla con leche y tapioca y una manzana asada como postre. También que adoraba a Raphael y se enfadaba y movía la cabeza cuando escuchaba en la televisión cantar a los grupos de melenudos, porque no resistían la menor comparación con el de "Yo soy aquel". Que pasaba las tardes cosiendo junto a la tata de toda la vida, Teresa, mientras escuchaban en la vieja radio, cómo no, "Simplemente María". Y a pesar de su carácter tradicional, y de ser viuda de chaqueta vieja de Falange, escuchaba por las noches alguna de las radios que llegaban desde el exterior "porque para estar bien informado hay que saber también lo que dicen desde fuera".

Vivió de manera independiente hasta que los años empezaron a maltratarla. Momento en el que decidió irse a vivir a la residencia que las Siervas de María, vecinas queridas de siempre, tenían en el Paseo de Menéndez Pelayo, que ella llamaba "De la Concepción". Porque qué iba a hacer ella lejos de su barrio, de sus amigas, de su Virgen del Carmen, viniéndose con nosotros a Reinosa "con lo lejos que está y el frío que hace". Y allí permaneció, al atento cuidado de Sor Elisa y Sor Nieves y Sor Pilar y la Madre Salud, con la presencia permanente de mi madre que tragó kilómetros y kilómetros de coche y de tren para estar siempre cerca de su madre, y de los ruidosos nietos que cada poco invadíamos la casa religiosa con nuestros gritos y nuestras trastadas.

Supongo que hoy, festividad de la Virgen del Carmen, mientras escucho cómo suena junto a mi casa la Salve Marinera, en este barrio en el que siempre vivió la Abuela Rosalina y que tiene como uno de sus referentes la Iglesia de los Carmelitas, era un buen momento para un recuerdo modesto para esa señora guapa con nombre de heroína de Shakespeare que fue mi madrina, que nunca se quitaba el escapulario, que tenía miedo de que yo le contagiara el sarampión y que me regaló "Platero y yo", uno de los primeros libros que recuerdo como míos. Que siempre fue ejemplo de ternura, de bondad, de esa letra pequeña con la que siempre se ha escrito la historia que de veras importa.

1 comentario:

Jesús Cabezón dijo...

Buen recuerdo, Rukaegos. Se notan los afectos.

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